Es tentador para los progresistas latinoamericanos relegar el triunfo de Donald Trump a un fenómeno de la política norteamericana con escasa relevancia para el resto del hemisferio. Están muy equivocados. Su elección tiene mucho que ver no solamente con el desgaste de Joe Biden y la desastrosa candidatura de Kamala Harris, sino también especialmente con la exasperación de los estadounidenses frente a los ridículos extremos de la cultura woke (los ‘progres’ de Norteamérica).
Y esta reacción la estamos viendo ya en América Latina con la reelección de Nayib Bukele en El Salvador, y de Javier Milei en Argentina. Incluso tenía precursores en el viejo continente, donde la derecha europea viene ganando terreno desde hace unos años, gobernando ya en varios países.
La agenda ‘progre’ empieza con algo tan insignificante, pero tan desesperante, como es tratar de imponer a toda la sociedad el uso del ‘lenguaje inclusivo’ y ‘no binario’, que no están avalados ni siquiera por la Real Academia de la Lengua (RAE). Aquí entran los deplorables ‘todes’. Pero después muta a esferas más complejas cuando mantiene que el ‘género’, es decir la diferencia biológica de un hombre y una mujer, es una construcción social y no una determinación genética de los cromosomas, como dicta la ciencia. Una innecesaria confusión de ‘género’ con ‘orientación sexual’. De aquí entra de lleno en la política, cuando determina ciertos grupos raciales y/o sociales como inherentemente privilegiados, y otros como inherentemente oprimidos, asegurando una división con fines a colectivizar cualquier minoría bajo su radical agenda.
Pero los ‘progres’ colombianos tienen sus propias derivaciones aún más delirantes. Aquí lo combinan con apologías del delito de todos los actores cercanos a su ideología y su narrativa de victimización frente a cualquier crítica. Los cientos de miles de millones perdidos y/o robados en la Unidad de Gestión del Riesgo no importan. Las declaraciones de Benedetti y de Nicolás Petro frente a la financiación ilegal de la campaña presidencial no existen. Y quienes atacan al gobierno del cambio son nazis y asesinos que pretenden perpetuar la opresión.
Todo esto sirve como cortina de humo para ocultar el mayor deterioro de la seguridad ciudadana en las últimas décadas, así como el súbito freno económico. Ni hablar de convertir impunemente a victimarios, tales como los comandantes paras y guerrilleros, autores de aberrantes crímenes, en gestores de paz. Esto después de regalarle curules en el Congreso a las Farc sin haber pagado un día de cárcel.
Pero el público no es tonto y no se mantiene engañado por mucho tiempo. Inexorablemente, la reacción se materializa y por eso la opinión está lista para castigar el extremismo, la ridiculez y la complicidad de quienes quieren vendernos esta realidad paralela. La pregunta es si el establecimiento político sensato está listo para aprovechar el momento y crear mecanismos para canalizar esta indignación creciente.
El reto es nada menos que una batalla política y cultural contra una muy peligrosa visión que se asemeja al marxismo en la negación de la libertad individual. Una quimera que busca equidad de resultados en la vida, en vez de igualdad de oportunidades para alcanzar el potencial de las capacidades y talentos de cada ser humano, algo antinatural y que desafía el sentido común. Por eso el mundo se está rebelando contra esta corriente que amenaza nuestros valores y nuestra democracia liberal. Trump ha sido la demostración más fuerte de esta resistencia, y Latinoamérica y Colombia no serán la excepción.