Quien vive en una región que lleva años obsesionada con el cambio, tiene que asombrarse cuando ve un país progresando, gracias a la estabilidad.
Lo que ocurrió con la muerte y majestuoso funeral de Isabel II desconcierta a quienes hemos sido alérgicos a los ritos y le huimos a la pompa de las tradiciones.
Por más ridículos que nos parezcan los sombreros de las damas y los fastuosos disfraces de militares y ujieres de tan variopintos coloridos, hay que reconocer que supieron montar un imponente y solemne espectáculo, que sin duda inspiró confianza y estabilidad.
Se entiende por qué Londres ostenta la propiedad raíz más apreciada del mundo, por qué se convirtió en uno de los centros financieros más importantes y por qué quienes han emigrado a Europa, lo que quieren es cruzar el canal de la mancha.
Muchos analistas le han dado vueltas a explicaciones que ayuden a entender por qué un país más bien pequeño, brumoso, con un sistema político tan desquiciado como el pelo de Boris, con una economía en crisis, sigue siendo tan atractivo para tantos ricos y pobres del mundo.
Cómo han hecho los ingleses para mantener la estabilidad por mil años a pesar de guerras, conflictos sociales internos, la pérdida de un imperio, en medio de revoluciones que sacudieron y cambiaron a casi todos sus vecinos cercanos. Cómo sobrevivieron la revolución americana, la independencia de India, la pérdida de casi todas sus colonias, el asustador antimonárquico ejemplo de la revolución francesa y rusa y el fin de tantos reinados en Europa.
El Reino Unido está entre los 12 países más prósperos que tienen en común constituciones con 100 años de estabilidad. Para referencia la de Colombia, de 30 años, lleva 45 reformas. En realidad no la deberíamos llamar constitución, cuya etimología significa converger para la estabilidad. Para no mencionar la del Perú, que se da el lujo de estilar 6 presidentes en 4 años.
Es forzoso aceptar que es la obsesión autocrítica que compartimos todos los latinos la que nos genera un deseo de cambiar, que resulta ser infinito. Con pocas excepciones, quienes examinan nuestra situación coinciden en que somos un desastre, sin importar para dónde miremos.
En un discurso de Petro, por ejemplo, no se salva nada. La economía, las empresas, la industria, el campo, la salud… todo está apestado. Nada sirve, nada se ha hecho bien. Y esa visión es ampliamente compartida. De allí tiene que surgir la lógica conclusión del cambio. Que hay corrupción, hay que cambiar, que la justicia no funciona, que hay inequidad, hay que cambiar. Si nos dieran un pesito por cada vez que se gritó “cambio” en la reciente campaña, seríamos millonarios, en dólares.
Cuando el desesperado afán por el cambio coge tanto impulso, llegamos a Perú. No nos gusta el Presidente. Hay que cambiarlo, para que llegue otro que tampoco nos va a gustar y que también vamos a pedir cambiar.
Lo asombroso es que, a pesar de todo, el país sigue funcionando, probando que los Presidentes no parecen ser tan importantes como pretenden.
Es tal la obsesión por el cambio que nos invade que muchos terminan cambiando su país, e invariablemente se van a algún sitio donde puedan sentir algo de estabilidad.