La andanada de Infantino, presidente de la Fifa en Qatar es justificada pero por razones distintas a las que expuso. Los esclavos que construyeron los estadios no son novedad ni aberración exclusiva de Catar ni de ahora. Todos los estados árabes llevan más de 50 años sustentando su desarrollo en una fuerza laboral importada que para ciertas regiones conforma el perfil de esclavismo.
Son reclutados en masa en sus empobrecidos países, transportados en barcos de oprobio, entregados en remolques a sus dueños y encerrados en barracas donde tienen derecho a un camarote, dos mazacotes de comida al día, a que los lleven como ganado a trabajar 12 horas al día, 6 o 5 días por semana en condiciones inhumanas en las que morir es parte del contrato. Esto ocurre con grados variables de abuso en todos los sectores de la economía.
Aunque son los árabes los que disfrutan sus mansiones, edificios y centros comerciales y toleran el atropello, son compañías americanas y europeas las responsables, junto con las agencias de reclutamiento, usualmente dirigidas por locales en cada país. Y son los gobiernos de Filipinas, Sri Lanka, Bangladesh, Nepal, Malasia e India quienes permiten y estimulan la esclavitud cerrando el círculo. El sueldo es recibido por las agencias quienes lo entregan al gobierno quien a su vez decide qué porcentaje le dan a las familias acostumbradas a sobrevivir con un dólar al día. Exportan en masa a sus nacionales sin importarles los atropellos a los que van a ser sometidos, pero si están muy pendientes de recibir su participación en el negocio.
El mismo modelo que conocemos de Cuba con su exportación de médicos que reciben una miserable participación en la negociación entre gobiernos. Esta infame reinstauración de la esclavitud a lo Siglo XXI prueba que las injusticias no las define el sistema sino quienes se lo apropian. En capitalismo y en socialismo se dan silvestres los salvajes que exprimen al prójimo con tal de llenarse de privilegios.
Es cierta entonces, la hipocresía de los organismos de Occidente con la indignación por lo ‘destapado’ a raíz del Mundial. Quien tenga real preocupación por el abuso y sufrimiento de los trabajadores inmigrantes, debe saber que el fenómeno es muy extendido y va mucho más allá de las obras del Mundial.
Durante décadas, las agencias de derechos humanos y laborales, han sabido desviar su mirada hacia el prístino cielo del desierto, lubricados con generosas contribuciones y magníficas atenciones cuando hacen visitas. Y poco se asoman por los campos de concentración y cultivos de Europa y Estados Unidos.
Escandalizarse con denuncias de sobornos en una Fifa que lleva años montando cátedra universal de corrupción, resulta candoroso. Como lo es ‘descubrir’ la ausencia de derechos de la mujer y la comunidad Lgbtq, o la prohibición de alcohol, que más bien resulta apropiada para un evento deportivo.
Hay que reconocer que, independiente de todo lo que pueda molestar una cultura tan distinta, un país pequeño al que se le tenía mucha desconfianza, ha sido capaz de construir unos escenarios imponentes y darle una lección al mundo de organización, cumplimiento, orden y hospitalidad.