Este pequeño país antillano ha pasado al primer plano de las noticias internacionales por todas las catástrofes que ha sufrido, tanto naturales como sociales, como es el caso del asesinato del presidente Jovenel Moïse o del aumento inusitado de los flujos migratorios de una población que huye de su territorio o se desplaza de un país a otro, como ocurre con los que emigraron a Chile o Brasil y ahora buscan refugio en Colombia, de paso para Estados Unidos.
Hace unos años tuve la oportunidad de participar con un colega de la Universidad Nacional en un encuentro sobre democracia y derechos humanos, organizado en Puerto Príncipe por la Agencia Universitaria de la Francofonía, una institución creada con el fin de garantizar la cooperación y la solidaridad entre 70 países. No éramos conscientes al principio de lo que nos esperaba, pero poco a poco fuimos atando los cabos.
Desde la ventanilla del avión se observaban los campos completamente agostados, amarillos, arrasados por la erosión, resultado de una deforestación irresponsable. El ingreso al país fue con una carta que hacía las veces de visa de cuyo contenido el funcionario de inmigración apenas si se enteró. La primera impresión al salir del aeropuerto fue la presencia de cascos azules de la ONU. Y la llegada al hotel fue una odisea en medio de una marea de autos que pugnaban por abrirse paso. En la noche quisimos hacer una caminata por los alrededores pero, ante la falta de electricidad, solo se percibían dentaduras blancas.
Al día siguiente nos aparecimos de improviso al lugar de la reunión, vadeando montañas de basuras en las calles. La primera impresión que tuvimos al llegar a la plaza principal fue ver a una mujer orinando y escapamos de ser agredidos por querer tomarnos una foto frente a un basurero. Los organizadores nos reprendieron por haber salido solos a la calle sin esperarlos. La posibilidad de pasar desapercibidos estaba excluida porque la población es casi 100% negra. Los mulatos y mestizos son muy escasos y los blancos y los indígenas aún más, porque fueron expulsados, masacrados o exterminados. El 80% de la población vive en condiciones de pobreza extrema, y arrastra con un pasado de colonización, dominación extranjera, segregación racial, analfabetismo, dictaduras, gobiernos corruptos y abuso de la fuerza física por parte de organismos paraestatales (‘tontons macoutes’).
Diversos autores han construido obras de ficción a las que se llama ‘distopías’ (o ‘utopías negativas’), que describen modelos imaginados de sociedades no deseables, acentuando uno u otro rasgo: el excesivo control estatal (Orwell), la censura de los libros (Bradbury), el dominio de la tecnología (Huxley), la ‘ciudad de los ciegos’ (Saramago).
Imaginemos una nueva ‘distopía’ consistente en una sociedad sin presencia del Estado en las relaciones entre los ciudadanos para garantizar su seguridad y su convivencia cotidiana. Eso es Haití, pero no en el plano de la ficción, sino de la realidad.
Un indicador de esta ‘distopía’ es lo que ocurre con la circulación de los autos en las calles, fiel expresión de las relaciones entre los habitantes. No hay reglamentaciones ni ‘códigos de la ruta’ y constituye un verdadero infierno, para quien llega por primera vez. La señalización es prácticamente inexistente. No hay más de 20 semáforos en la ciudad y los que funcionan permanecen en rojo o en verde y causan más problemas de los que solucionan. La regla de la prioridad no es respetada. Cualquiera se puede detener en cualquier parte sin considerar el daño que hace a los demás. Atravesar una rotonda donde confluyen varias vías es una verdadera odisea. Pero aún así, funciona. No se usa mucho el pito. Cada chofer tiene que apreciar por sí mismo la situación, calcular sus riesgos, llevar a cabo a cada instante arreglos y transacciones y establecer complicidades para salir del embrollo.
Paradójicamente una situación tan caótica no es motivo de agresividad entre los habitantes, que terminan por adaptarse a la ausencia de normas reguladoras. ¿O será tal vez la ‘utopía’ de una ‘sociedad sin Estado’ con la que soñaban los viejos anarquistas.