La apreciación crítica acerca de lo que somos como sociedad no hay que construirla pensando sólo en los grandes centros de poder o en la acción de los grupos armados, sino en la vida cotidiana de la gente, en las calles, en los barrios periféricos, en los pueblos apartados, en los campos. La prensa de las últimas semanas nos ofrece al respecto una proliferación de crónicas relacionadas con la aplicación de ‘la justicia por mano propia’, que nos invita a reflexionar sobre el papel del Estado como regulador de los comportamientos de los habitantes.
En Cali, un grupo de ciudadanos ataca con ‘armas corto punzantes’ a un joven de 28 años que le arrebató el bolso a una señora; un empleado de una empresa de seguridad dispara contra un ‘habitante de la calle’ que le había robado el espejo y le causa muerte cerebral. En Barranquilla atrapan a unos ladrones y los obligan a pasar la vergüenza de quitarse la ropa frente a todos. En Florencia, una "turba de más de 50 personas”, con palos, cuchillos y machetes, agreden a dos hombres acusados de hurtos en el sector. En Engativá, otro "presunto ladrón”, llora al ver que la comunidad quema su moto. En San Onofre, un hombre que mató a su ‘expareja sentimental’ es linchado por la multitud, que prende fuego a la ambulancia que lo transportaba.
En Bogotá, le dan una paliza en plena calle a un hombre que había golpeado a su mujer. Un grupo de mujeres arremete contra el hombre que las asaltó. Al abusador de una niña tuvieron que disfrazarlo de policía para evitar el linchamiento. En las cárceles es común que los violadores sean asesinados. Según cifras de la Universidad Central, en la capital se han presentado por año entre siete y doce casos de ‘justicia por mano propia’. La Universidad del Rosario ha mostrado que seis de cada diez bogotanos están dispuestos a hacer lo mismo.
Se trata, pues, de la resurrección de la ‘Ley del talión’ (‘ojo por ojo y diente por diente’) que el Código de Hammurabi, rey de Babilonia, inscribió en 1700 a. C., en un monumento de piedra que todavía se conserva en el museo del Louvre. Uno de los aportes del cristianismo a la cultura occidental fue abogar por la abolición de esta prescripción que establecía el derecho de causar al agresor un daño equivalente al recibido (Mt. 5, 38-42). Pero la verdadera superación de esta norma, propia de ‘bárbaras naciones’, la representa la fundación del Estado moderno entendido, (según célebre definición del sociólogo Max Weber) como "la institución que monopoliza el uso legítimo de la violencia" y expropia a los ciudadanos del derecho a ejercer por sí mismos la venganza o empuñar las armas. El Estado se convierte así en un factor fundamental del proceso civilizatorio.
El neoliberalismo, en su afán de potenciar las fuerzas del mercado y de reducir el Estado a su mínima expresión, dejó de lado sus funciones primordiales, que van más allá de lo estrictamente económico: construir la nación y el sentido de pertenencia de los ciudadanos, servir de árbitro de los conflictos, ser referencia para la construcción de las identidades sociales, erradicar la violencia monopolizándola como ejercicio legítimo del poder, garantizar la vida de los ciudadanos, representar el bien común, consolidar un acuerdo nacional sobre lo fundamental que haga posible el trámite de las diferencias sin caer en la violencia, atender a la población excluida y vulnerable.
Una de las principales tareas de la actualidad en Colombia es ‘construir Estado’ con base en las experiencias vividas en las últimas décadas (el totalitarismo, el Estado de bienestar, el modelo neoliberal). La clave para que tengamos un país distinto es que el Estado pueda hacer presencia en todas las regiones, que los ciudadanos interioricen su autoridad como una autoridad legítima, que los recursos públicos se inviertan con claridad de tal manera que quien paga impuestos no lo haga por la coacción sino como una contribución al bienestar colectivo y, sobre todo, que los ciudadanos no apelen a sus propias manos para vengar las afrentas que reciben.