Era un día perfecto para volar. La mañana del 11 de septiembre de 2001 no había ni una nube sobre Nueva York. El clima estaba fresco y templado, como suele ser en los países del norte cuando el inicio del otoño se confunde con el fin del verano. Ese día salí a las 8:00 a.m. de afán. Debía atravesar la ciudad hacia el Oeste para una diligencia, y luego bajar al Distrito Financiero, al edificio de Deutsche Bank donde trabajaba. Tenía reunión con un cliente a las 9:00 a.m. Normalmente llegaba en 20 minutos con tiempo de sobra, pero ese día fatídico parecía que iba a llegar justo.

En la esquina del lugar de mi diligencia quedaba una estación de la línea 1-9 del metro que me llevaría derecho al World Trade Center, mi parada. Mi oficina quedaba justo al otro lado de la calle de la Torre Sur. Hice mi vuelta y logré el tren. Todo parecía indicar que estaría en mi escritorio faltando 5, pero a las 8:45 entramos a la estación de 14th Street y nos parqueamos. Pasaron 10 minutos, y nada, sin explicación alguna. Iba a llegar tarde.

Salí de la estación para a ver cómo me movía. Afuera había un taxi, pero cuando le dije que iba para las Torres Gemelas me despachó con tres groserías y se fue. Corrí hacia Union Square para tomar otro tren. En la esquina de la 5 Avenida con 14 miré al sur y vi las dos torres echando un humo negro y espeso. “¿Qué pasó?”, pregunté a una señora. “Estrellaron dos aviones contra las torres”. “¿Aviones o avionetas?”. “Jets de American Airlines”. Pensé, está loca y seguí mi camino. Paré y me dije, esto es histórico, seguro aplazarán la reunión hasta extinguir el incendio. Opté mejor por comprar una cámara desechable para tomar fotos, los celulares aún no tenían.

Las calles se llenaban de gente aterrorizada. Gritaban que a Washington DC también la estaban atacando. Nadie lo podía creer. Desde Washington Square, en medio de una turba, observé las torres hervir. Intentaba llamar a mi mamá sin suerte, las redes estaban colapsadas. Por fin entró, “¡Mijito! ¿Dónde está?”. “Mamá, estoy bien. Mamá… se cayó la torre”. En ese instante comenzó el colapso de la Torre Sur sobre el edificio donde yo trabajaba y cayó la llamada. No estaba tan cerca para quedar en medio del polvo, pero sí para escuchar los vidrios que se quebraban en la caída. No podía creerlo.

Corrí más al sur, a la casa de un primo paisa para llamar a mi mamá desde un fijo. “Parce. ¡Pensé que estabas muerto!”. Gracias a Dios no. Llamé a mi mamá, agarre a mi primo, y lo saqué a ver la otra torre. Qué triste era ver la Torre Norte huérfana, parada solita en el horizonte de Nueva York. Jamás pensé que caería la primera torre, mucho menos las dos. Mi primo y yo nos abrazábamos y gritábamos en medio de gente que lloraba el derrumbe de la torre solitaria, y la muerte cierta de miles de personas.

Tenía entonces 25 años y llevaba casi 20 en Estados Unidos, exiliado de la violencia, de los secuestros y del terrorismo en Colombia. De haber salido derecho para el trabajo, iba a ser el terrorismo islámico el que acababa con mi vida. Ese día comprendí que la vida es finita y para causas magnas. Si iba a morir, que fuera por Colombia.

El 13 de septiembre de 2001 renuncié a una carrera como banquero de inversión en Wall Street, decidido a dedicar cada instante para trabajar por una Colombia desarrollada y en paz. Ese llamado lo llevaba en mi corazón desde que la violencia nos expulsó del país cuando era niño, pero fue hasta aquel 11 de septiembre que tuve el valor para asumir un camino tan exigente y a veces ingrato como el del servicio público. 20 años después, la lucha sigue.