Han pasado 17 meses desde el día en que el mundo aterrorizado cerró sus puertas y un país tras otro, ante la avalancha de contagios de un virus extraño que no solo enferma sino que también mata, decidió mandar a todo el mundo a cuarentena. Aquellos gobernantes que no creyeron vieron las unidades de cuidados intensivos llenarse desproporcionadamente mientras los cadáveres salían como en el infierno de Dante de casas y hospitales. Aquellos 17 meses en que se morían familiares y amigos, jóvenes y viejos. Tantos arbolitos sembrados para seres trascendentales que no se entierran, sino que se siembran.

En el proceso de adaptación se hicieron nuevas amistades virtuales, para algunos se les abrió el mundo. Se trabajaba en casa, manteniendo varias bolas en el aire mientras se les ayudaba a los hijos a luchar con la virtualidad. Los más pudientes tenían computadores, pero los más pobres solo un teléfono para compartir entre cinco y como no podían trabajar la comida escaseaba. Hubo ayudas humanitarias que nunca fueron suficientes. Luego vino el estallido social y los jóvenes que habían visto sus ilusiones truncadas salieron a las calles desesperados, otro pico y más muertos. Llego la vacuna y vimos el sol con anteojos, más viejos y con más achaques pues los controles médicos se olvidaron, inclusive los tratamientos odontológicos que decían podían causar contagio se cancelaron y luego la única solución era extraer la muela.

Regresar a la realidad no ha sido fácil. Pareciera que el tiempo se hubiera detenido y que volveríamos a ese momento mágico en que lo dejamos, pero así no fue. Los tapabocas se volvieron una prenda obligatoria, abrazarnos, ¡ay Dios, que susto! y mucho menos los besos y las caricias. Fuimos a un concierto con tapabocas y medidas de bioseguridad, ¿Quién es esa que me saludó? Tenía pelo largo y negro, y ahora es cortico y blanco y solo le veo los ojos. Qué vergüenza no reconocerlos. Volvemos al salón de belleza para cortarnos el pelo que nos llega a la cintura, mi peluquero estrella se fue para España. Ya no voy al supermercado, compro en la tienda de la esquina, que me lo trae a domicilio, no uso efectivo sino consignación en cuenta. Vemos a la familia por zoom, pero algunos se fueron y el corazón se nos arruga.

Los niños regresan al colegio con tapabocas. Ha pasado año y medio y la matricula aumenta, pero los ingresos no. Al encontrarnos nuevamente, preguntamos con un poco de pena y tristeza, ¿y qué vacuna te pusieron? Oímos las historias macabras de nietos que trajeron el virus y que en pocos días hubo contagio masivo con uno o dos muertos en la familia. Otros que estuvieron hospitalizados y vieron el túnel de la muerte. No es el mundo lo mismo y aún nos preguntamos, ¿por qué nos tocó esta pandemia? Y más aún, ¿por qué le correspondió a esta sociedad prepotente que todo lo puede, rica en tecnología esta encrucijada que aún no termina?

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