Los mayas afirmaban que sus ramas extendidas soportaban los cielos, sus troncos gigantes eran el eje de la tierra, y sus raíces profundas se conectaban con el inframundo... Su origen data de miles de años antes de Cristo. Las mujeres embarazadas, próximas a dar a luz, las buscaban, se abrazaban a sus raíces hasta que sus vientres estuvieran planos de nuevo, después regresaban y encontraban a sus bebes recostados y acunados en el tronco.
Nacen frágiles, delgadas como lápices, llenas de espinas para protegerse, van creciendo rectas, buscando el sol y el cielo. Ya gigantes con sus troncos grises y redondos sostenidos por ‘patas de elefante’ de más de tres metros de diámetro y alturas de 50 o 60 metros, dejan sus espinas y reinan majestuosas más de cien años.
Cada tres o cuatro años producen el milagro, florecen por la noche con flores de colores que solo se abren cuando el sol se oculta para que colibríes, murciélagos y abejas, busquen su polen y lleven su miel a otros lugares. Luego cierran sus pétalos y escoden su néctar hasta el siguiente anochecer.
También tejen nidos de un algodón sedoso, más liviano que cualquier algodón, y el corcho que resiste 40 veces su peso, produciendo un aroma único, protegiendo así sus semillas pequeñas y oscuras. Ya sus copos pesados caen con el viento al suelo y se expanden hacia nuevos horizontes para fecundar otros suelos.
Son las ceibas las reinas del universo, su parto se incuba durante años... cuando botan sus hojas amarillas y quedan sus ramas desnudas, es para ahorrar energía porque están fecundando nuevas semillas de vida. Este regalo de Dios se da generalmente cuando inicia el equinoccio de la primavera, marzo y abril, dura aproximadamente dos meses y cubre “calles y campos de copos blancos como la nieve”.
En Cali estamos viviendo este acontecimiento único, desafortunadamente “cuantas veces pasamos ciegos ante las más grandes maravillas de la vida”, y no las miramos, no alzamos los ojos a sus alturas, ni somos testigos de sus partos, miramos hacia el suelo como las gallinas mierderas y solo vemos basura en las calles, se barren y se tiran. Antes eran tesoros para almohadas, colchones, salvavidas, aisladores. Ya no nos damos cuenta de nada, permanecemos ajenos a nosotros mismos y a la naturaleza que nos rodea, ensimismados, ectoplasmas, pegados a un celular.
Desde pequeña me hipnotizaron, cada vez que me encontraba una abría la boca de admiración y me palpitaba el corazón. Ese enamoramiento sigue intacto, les sigo la pista desde que las descubro pequeñitas, frágiles, espinosas, asustadas y tímidas, no saben todavía que se convertirán en gigantes esplendorosos que quitan el aliento, se dejan querer, silenciosamente nos miran, limpian el aire contaminado que respiramos y cada cuatro años dan a luz flores y algodón.
A veces, cuando puedo, las acaricio, acerco mi oído a sus barrigas cóncavas. Siento que tienen vida propia, les hago toc toc con los dedos y me responden con eco. Las amo. Aprovecho los trancones de la Cañas Gordas para mirarlas y sonreírles. Hace unos días, mi sobrino Sebastián, que conoce este amor secreto, me trajo un copo gigante de ese algodón. Pongo la palma de mi mano encima y siento esa suavidad su de seda y esa tibieza que guarda…
Este Martes Santo le rindo este pequeño homenaje de amor.