Al descender del taxi en el andén de Mallplaza, escuché tremenda algazara en el separador de la Calle 5ª, causada por unas mujeres que gritaban enardecidas.

Pensé que se trataba de una protesta por los feminicidios, más de 200 este año; o de una demanda para que cesen los delitos sexuales contra niñas, niños y adolescentes; o de un reclamo por los episodios de violencia intrafamiliar.

Con dificultad crucé la calle y me aproximé al vociferante grupo, compuesto por unas damas de buen ver, valga la verdad. Observé que eran personas cultas y bien trajeadas, que no estaban allí pidiendo justicia para los aberrantes ejemplos atrás expuestos.

No. A grito herido le exigían a la Cámara de Representantes que al día siguiente aprobara el proyecto de ley que prohíbe las corridas de toros en el territorio nacional.

Fueron atendidas, pues 24 horas después esa célula legislativa mandaba a clausurar una tradición vieja de siglos, como es el espectáculo taurino.

A mi juicio, esa ley, de ser sancionada por el Presidente de la República, llegará a la Corte Constitucional que la declarará inexequible porque contraría plurales normas de la Carta Política, pues viola el derecho al trabajo de miles de compatriotas y trunca las ilusiones de muchachos que aspiran a vestir de luces para lograr una mejor posición económica suya y de sus familias.

La lista de perjudicados por ese engendro es infinita: los ganaderos, que han invertido ingentes recursos para crear en Colombia las cabañas de bravo; los empresarios, como los de Cali y Manizales, que hacen de la fiesta el eje principal de sus ferias, especialmente la capital caldense en la que todo gira alrededor del espectáculo taurino, que deja en el sector turístico fuertes sumas de dinero. En Manizales existe la Escuela de Tauromaquia, sostenida por Cormanizales, la empresa que programa la temporada anual, hoy con 40 alumnos que sueñan con ser toreros.

Y están los ‘monosabios’; los novilleros; los que elaboran banderillas, capotes y muletas; y el tren de funcionarios en las oficinas administrativas.

No cabrían en este espacio todos los perjuicios que sufriría tanta gente, que “vive del toro”, para decirlo en tres palabras.

El toro de lidia pertenece a una raza única del reino animal. Nace y crece para ser lidiado en las arenas de las plazas. No tiene buen mercado, su carne y las vacas que los paren no dan leche abundante. Si no hay corridas, esa especie se extingue, porque no tiene otro fin.

Ningún bovino vive mejor que los toros de lidia en las dehesas durante los 4 o 5 años, antes de ir a cumplir su cita en los ruedos. Gozan de pastos excelentes; cuentan con atención veterinaria de alta competencia; tienen caporal que los protegen; y ganaderos que velan para que los encierros que venden tengan el trapío que exigen los astros de la torería.

Yo, como buen liberal, abomino de las leyes que decretan prohibiciones, y esta que prohíbe las corridas es de tinte dictatorial. No es de buen recibo que el Congreso expida una norma que vulnera un espectáculo que gusta a muchos colombianos. Y lo digo con todo el respeto que merece el representante liberal Juan Carlos Losada, que cayó en el ridículo cuando al aprobarse la ley antitaurina saltaba como un poseso, dando alaridos de felicidad, como si la Selección Nacional de Fútbol hubiese resultado campeona mundial.

Y si las corridas se extinguen, que un poeta escriba la balada del toro triste.