Volver sobre la historia nos enseña la importancia que tienen lecciones aún no aprendidas, con ocasión de conflictos y guerras donde el mal escaló a niveles insospechados, hasta el genocidio.
Encontrar entre las lecturas el pensamiento de Hanna Arendt, filósofa y escritora de teoría política, despierta el interés de vislumbrar desde aquél las condiciones propicias a la criminalidad en nuestro país y los artilugios del presidente que lo lleva a hacer concesiones a delincuentes con los peores prontuarios, como los 18 exparamilitares de las AUC, nombrados gestores de paz, mientras por otro lado, califica de criminales a personas y gremios con actividades lícitas.
Arendt, alemana de origen judío, observadora en los años 60 del juicio a Adolf Eichmann, al igual que el resto del mundo esperaba ver en el nazi, arquitecto de la macabra solución final, a un monstruo. Para su desconcierto y de muchos, se encontró con que el criminal ni siquiera odiaba a los judíos, era un don nadie burócrata que actuó cumpliendo órdenes, de la mejor manera posible para el führer.
Para comprender cómo fue que la humanidad llegó al holocausto, Arendt profundiza en las causas. Para ella, el mal surge cuando hay una carencia de pensamiento crítico o renuncia a la reflexión, no exculpó al criminal, vio la gravedad de la insustancialidad con que se percibe el mal cuando el sujeto decide actuar sin pensar. En su libro “Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal”, desarrolla una tesis controvertida en un contexto difícil y sensible al tocar las responsabilidades personales, pues las acciones de ciudadanos, caudillos y seguidores, tienen efecto en los demás.
La banalidad supone dejar pasar, decidir hacer solo lo suyo, sin importar el contexto ni lo que hagan los demás, con lo cual se minimiza lo de fondo. En Colombia por muchos casos sucede eso, se trivializa el mal, recientemente con la perla de empoderar a responsables de crímenes atroces para que aporten a la paz aprovechando sus relaciones y experiencias de vida en el narcotráfico, masacres, violaciones, desapariciones forzadas y torturas.
Es una medida que desdibuja la línea entre el crimen y lo correcto para el natural rechazo social, dada la magnitud de los delitos y el congraciarse con sus actores. Así se apreció en el intercambio de sombreros vueltiaos entre el presidente y Mancuso, y en su regalo: la libertad provisional. Si bien la Sala de Casación Penal la negó porque no hubo proporcionalidad, ni contribución a la verdad y la finalidad de la paz no es ilimitada, hubo un arbitrario beneficio jurídico y posicionamiento en el primer plano de la política de paz total.
Beneficia a los victimarios su figuración en micrófonos, dirán lo que sea de dientes para afuera, siendo que en años no lo hicieron e incumplieron compromisos anteriores, ¿por qué esta vez sí confiar, como lo anota la Defensora del Pueblo? Quién sabe qué les dicte su mente maestra en aceitar la maquinaria del crimen, cual la de Eichmann en lo suyo. Nadie habría nombrado al nazi en Jerusalén en funciones de paz, pero aquí el Presidente hace lo equivalente sin importar las víctimas, para más riesgos y laberintos, sin salida cierta.
No son de recibo prédicas ni falacias de quienes por sus expedientes, no puede esperarse nada. ¿No hay otros medios e inteligencia para la paz, sin contribuir a la banalización del mal?