El jueves de la semana pasada se inauguró en Barranquilla el Ecoparque Ciénaga de Mallorquín, una impresionante estructura de madera que rodea parte del cuerpo de agua que conforma el ecosistema integrado por el río y el mar, pues es la última ciénaga en el departamento del Atlántico justo antes de la desembocadura de Bocas de Ceniza.

Se formó un espacio público inexistente, hasta hace unos meses, con decenas de miles de metros cuadrados para el uso de la gente, gratuito, integrado a las comunidades aledañas de donde saldrán quienes trabajarán como guías, los colegios y universidades cercanos, los vecinos y los turistas.

No es difícil anticipar que esta obra le cambiará la cara a Barranquilla una vez más, luego de las obras viales, canalización de los arroyos, la construcción del malecón, el Caimán del Río, la recuperación urbana de la plaza de San Nicolás, el edificio de la Aduana, la antigua intendencia fluvial, la rehabilitación de decenas de parques, los escenarios deportivos, como el estadio de beisbol, el complejo de raquetas, y los coliseos de básquet y boxeo. Sumados a íconos urbanos nuevos, la Ventana al Mundo y la Ventana de Campeones, constituyen todos la cara de una nueva Barranquilla que empezó a tomar forma hace 15 años, con una apuesta por el impacto positivo, social y económico que tiene el gasto en infraestructura de calidad.

El Ecoparque Ciénaga de Mallorquín abre un capítulo nuevo en el mejoramiento del entorno integral de lo que, en su momento, fue la ciudad más relevante de Colombia, por donde entró la mayor y más diversa migración de todo tipo de tradiciones y culturas, por donde vino la industria y la aviación, el núcleo del más importante escenario intelectual del país.

Si bien, todas las ciudades de Colombia han visto, en mayor o menor medida, la importancia que tiene, en el desarrollo socioeconómico, la infraestructura de calidad, lo importante es la forma en que generan identidad entre la gente, que es su destinataria final.

La plaza Jairo Varela, el parque del Gato de Tejada, la plaza de los poetas en Cali, los parques de Pies Descalzos, el Orquidiario, el Cable, la Plaza Botero y Explora en Medellín, y el circuito de ciclovía dominical, el parque Simón Bolívar y las decenas de parques que se hicieron en el sur de Bogotá, son un buen ejemplo.

Pero basta una mala política para que un escenario público hermoso termine destruido, o que el proyecto dé resultados perniciosos. El que más se me viene a la cabeza es esa alameda en Neiva, con una serie de estatuas que recrean los pasos del sanjuanero, es un muladar hoy. Pero no olvidemos cómo Bogotá destruyó la belleza urbanística y arquitectónica de toda la séptima, desde el Parque Nacional hasta la calle 100.

Quienes creían que Barranquilla ya había terminado su proceso de construcción urbana y decían que en el pasado solo se había echado cemento a la ciudad, deberían ir a Mallorquín que, junto con el malecón del río, conforman la más extraordinaria reconciliación de una ciudad con sus cuerpos de agua que hoy tenga Colombia, que hasta los mismos barranquilleros que recordaban la ciénaga como un pantanal maloliente, no pueden dar crédito a lo que ven.

Los retos están en el futuro, que las comunidades proyecten la obra hacia su uso sostenible, que sea usado para la educación ambiental y el turismo ecológico, que escenifique concursos de avistamientos de aves y fotografía natural, que atrae un turismo muy calificado y rentable, que la economía que genere la obra no la deteriore sino que la proteja.