Ya decía el poeta Álvaro Mutis que nada es más sospechoso que ver a una multitud puesta de acuerdo para algún fin. “Casi siempre es para urdir una canallada”, afirmaba.
Nada más cierto para ser aplicado hoy a los ayatolas del medio ambiente, los que diariamente auguran el fin del mundo porque las vacas pastan o porque más árboles son convertidos en guitarras, en violines, en tablas de tendido para camas, en periódicos.
Todo empezó quizá con el capitán Cousteau, un moderado, y las furiosas barcazas de Greenpeace que abordan embarcaciones de pesca en alta mar, porque el ojo de buey de la red es demasiado grande o demasiado pequeño.
El asunto se agudizó y los ecologistas, reunidos en partidos, tienen hoy mucha simpatía en Europa, particularmente; lloran sobre los árboles talados y las ballenas moribundas. Más, existen otros verdes de tono alienígena y sudoración ídem que pasaron ya de la etapa febril a la fanática. Oran por el decrecimiento, pues el concepto de progreso, como lo conocíamos, así lo afirman, acabará con el mundo y la humanidad. Es menester entonces volver a las fogatas (de leña) para cocinar alimentos, debemos desechar los combustibles fósiles como la gasolina e ir pensando mejor en el transporte a caballo y la yunta de bueyes.
¿Y los aviones? Cada vez que uno de estos raya el firmamento, contamina, como los barcos en el mar. Quizá estábamos equivocados desde el inicio y hemos debido mantenernos más o menos bárbaros, orondos por fuera de lo que hoy se conoce como ‘civilización’.
Debemos aceptar que los fanáticos del medio ambiente -en octubre próximo Cali recibirá a más de un centenar de estos personajes- son la caspa del paseo ecológico. Descendientes directos de los gremlins del bosque, de los gnomos neozelandeses, llevan su fundamentalismo hasta el vegetarianismo y la macrobiótica y odian de paso a quienes nos atrevemos a hincar el diente en un buen ‘steak’ o en un filete de pez vela. Las vacas están ahí para rumiar y para servir de motivo eglógico a los pintores de paisajes; los peces deben ser alimento de otros peces, jamás del hombre, ese depredador que está acabando ya con las langostas.
Ecologistas fanáticos son lo que no quieren explorar y explotar más petróleo, los que se amarran a los árboles, los que ponderan la energía eólica como si se tratara de un dogma; son los que levantan a pata un jipi artesano porque entre sus chucherías vende corales o aquellos que le quitan el saludo a un amigo porque descubrieron una cabeza de venado en la biblioteca del abuelo. Tuve una pata de conejo y me tocó esconderla para salvarme de la nueva inquisición. Fanáticos son lo que hicieron un comercial en el que un disparo de fusil destruía una botella de Cabernet Sauvignon.
Hace un tiempo, los alienígenas colombianos, amparados en la asociación ‘Verde Vivo’ decidieron imitar a los españoles que disparaban contra el vino francés y propusieron boicotear todo lo que oliera a Francia. Querían soplar sus cerbatanas untadas de curare contra el pan francés, el croissant -tenemos pan cacho- y la omelette, contra el queso gruyere, la cocinera de Flaubert, el pinche de cocina de Volataire, la carne normanda, los versos de Rimbaud, la boullabaise, la enciclopedia de cocina de Brillat Savarin y los guisos experimentales de Paul Bocuse.
Fue toda una ‘pastusada’ propuesta en una asamblea de Cotelco, para reducirnos, era quizá su propósito, a la changua y el plátano hervido, al caldo de arracacha, al anaco y las novelas de Vargas Vila.
El día que le dé a los Verdes por boicotear a Colombia -puede pasar- amparados en ‘la depredación tradicional que se esconde en la música popular’; verbigracia Las Acacias, el aguacate, los guaduales, espumas, el pájaro amarillo, el mochuelo, el caimán, los constructores de piraguas (un tal Pedro Albundia) tendrán que pagar escondedero a peso los compositores de pasillos, vallenatos, bambucos, guabinas, porros, pasillos y cumbias. Para huir del linchamiento. Ellos son así; como buscan el ahogado aguas arriba, son capaces de meterle candela a Aracataca.