En las ciencias administrativas se ha impuesto una especie de principio fundamental que dice: “Lo que no se define no se puede medir. Lo que no se mide, no se puede mejorar. Lo que no se mejora, se degrada”. Aplicado a la educación, y en articular a la calidad educativa, este dogma, si bien puede aportar criterios evaluativos que deban ser tomados en cuenta, puede también producir espejismos que perjudiquen las políticas educativas.

La calidad de la educación -la buena educación- no es un concepto universal concebido por algunas mentes privilegiadas o visionarias para que tenga aplicación mecánica o inmediata en cualquier lugar, en toda comunidad y en cualquier momento. Es, más bien, un concepto en permanente proceso de construcción social. Ello no impide, por supuesto, que distintas sociedades y culturas compartan criterios para concebir, desarrollar y comparar sus procesos educativos, y que unos desarrollos puedan servir como punto de referencia para que otros se beneficien y algo aprendan con los buenos -o los malos- resultados obtenidos.

Precisamente por ser un concepto altamente diferenciado y en permanente proceso de construcción social, la calidad en la educación no puede ser definida a partir de uno solo de los muchos elementos que en ella están en juego. Los resultados en el aprendizaje, el alcance, la cantidad y profundidad de los conocimientos adquiridos, sin duda son importantes, pero también lo son las habilidades y competencias desarrolladas, tanto para el trabajo y el desempeño social como para la convivencia humana, el cuidado de nuestra Casa Común y la búsqueda de la paz social.

Alguien decía alguna vez que Colombia era un país fracasado lleno de profesionales exitosos. Quizás eso resulte exagerado. El hecho es que esa idea nos hace pensar en los fines sociales de la educación a otro nivel: educar no equivale a capacitar para el desempeño de un oficio, una profesión o una actividad. Educar personas no es lo mismo que producir commodities.

Por eso la educación no puede ser considerada como una rama más de la ingeniería social, algo que pueda ser diseñado mediante inteligencia artificial o que se pueda desentender de la Política -con mayúscula: formación para la vida en la Polis-. Formar para el desempeño altamente cualificado de una profesión o un oficio no puede ser incompatible con formar personas capaces de pensar con perspectiva autónoma y crítica sobre el ser humano, sobre el entorno de sus relaciones políticas y culturales, y sobre sus responsabilidades éticas.

La definición, la medición y el mejoramiento de esa formación es bastante más compleja que la simple medición y comparación de conocimientos adquiridos, y eso es así porque todo lo que sucede en la familia, en el aula y fuera de ella, afecta y modifica las profundidades del alma humana. Los seres humanos no somos máquinas programables para la eficiencia obediente y sumisa. Somos seres con capacidades originales e irrepetibles para almacenar y procesar experiencias, y de allí que las dinámicas propias de nuestro comportamiento sean tan complejas e impredecibles.

Somos seres libres y no mejoraremos como individuos y como especie si nuestros procesos educativos no nos motivan a crecer en el desarrollo y el cultivo responsable de nuestra libertad, que es nuestro mayor capital social.