Las elecciones son una buena oportunidad para hablar sobre crímenes que poco se discuten, por lo poco que se ven. No se trata ni siquiera de los delitos electorales que por estos días reciben bastante atención, son notorios y los conocemos bien.

Es una buena oportunidad para que los gobiernos entrantes entiendan sus desafíos de seguridad en todas sus dimensiones. Es claro que su prioridad debe ser la contención de la violencia. Esos crímenes son los que más afectan la vida de los ciudadanos y, además, la percepción de seguridad.

Pero la ausencia de violencia no implica ausencia de crimen. Esa es una máxima de la seguridad. En nuestro país, el crimen silencioso pulula y sus dinámicas impulsan y sostienen en muchos casos la dinámica de sus pares más violentos. Los clanes políticos desde hace mucho encontraron en la cooptación del Estado una vía rentable para financiar campañas, aferrarse al poder, defender agendas y hacer ‘empresa’.

En muchas ocasiones, su entrada en el Estado desde cargos de elección popular se presta para los intereses de terceros que, aunque igual de criminales, deciden no participar directamente en política. Ese ha sido el caso de las alianzas entre políticos y grupos insurgentes de derecha y de izquierda. De forma silenciosa, pero corrosiva, estos políticos al servicio del crimen organizado direccionan el accionar del Estado en beneficio de sus contratantes. La misma relación se repite, acá y en otras latitudes, con bandas y mafias con intereses muy diferentes.

El Estado debe fortalecer su lucha contra la violencia, está claro, pero también contra formas de ilegalidad que lo minan desde adentro o que torpedean los esfuerzos para lograr lo primero. Los tentáculos ilegales de los políticos se tienen que mochar. Pero también las cadenas logísticas y operativas que terminan posibilitando la violencia.

El narcotráfico, por ejemplo, como es bien sabido, depende del lavado de activos. También tiene fuertes lazos con esquemas de contrabando y de corrupción. Para atacarlo, su lucha debe incluir todos los frentes. Solo atacar a los jíbaros en las calles y las casas de expendio son esfuerzos insuficientes. Mucho se dice sobre perseguir la plata, pero poco se hace.

Colombia está cruda todavía en hacer frente a delitos dañinos, que hacen poca bulla y que causan poca violencia. La inteligencia financiera es insuficiente y las acciones judiciales para incautar activos y cortar las cadenas de financiamiento y lavado también. Y a pesar del desmonte necesario del DAS, sus sucesores tienen capacidades ínfimas.

Hace mucho tiempo los bandidos optaron por la cooptación del Estado en vez de su confrontación armada. Es más rentable, más económico, menos bulloso. No es un fenómeno nuevo, pero se mantiene, silencioso, fuerte y que pisa duro. Perseguirlos a ellos, los cerebros y bolsillos escondidos, es indispensable.