Si alguien tiene la posibilidad de elegir residencia en otro país (pocos la tienen), optaría por un país donde se sienta incluido, como en su propia patria. Donde pueda opinar y luchar para intentar cambiar las cosas. Donde jóvenes y mayores puedan expresar libremente sus ideas, sus preferencias y sus afectos. Y donde, para quienes tengan familia, exista la posibilidad de crear un núcleo fuerte y mantener un control relativamente efectivo y consistente sobre la crianza de los hijos. Es claro que es muy difícil encontrar tales condiciones en un país distinto al propio.
El autoexilio puede ser un falso paraíso que solo le conviene a unos pocos. No es siempre una experiencia positiva, ni siquiera para quienes se pueden dar el lujo de emigrar a países ricos y relativamente abiertos simplemente porque tienen privilegios como conexiones, dinero o pasaportes. A nivel anecdótico, he oído historias sobre el colombiano en España a quien los amigos locales lo trataron de maravilla como turista, pero que ahora, con papeles legales, le dicen: “¿Español tú? No amigo, Español yo, que tengo mis ancestros centenarios. Tu eres un sudaca”. Y en otros países la cosa no es muy diferente.
En estos supuestos paraísos, y con los precios como están, el capital que logran acumular con la venta de sus propiedades se esfuma en muy pocos meses. Las condiciones de vida se estancan, viven aislados, sin acceso a la familia, sintiéndose ajenos. Y pasada la luna de miel, ven la realidad de su condición de extranjeros y entonces comienza el proceso inexorable de añoranza de los amigos, la familia, el clima, y el subdesarrollo de la patria con todos los defectos.
También es cierto que son muchos los casos de personas que han logrado mejorar su calidad de vida en otras tierras. Pero es innegable que en países como Colombia la inequidad es el problema fundamental que todo lo permea y donde salir de la pobreza tomará muchas generaciones.
Pero con todas sus falencias e injusticias, Colombia es una democracia que ha pasado pruebas terribles que muy pocos países del mundo hubieran podido superar. Hace muchos años mi padre decía que “A Colombia le dan y le dan y no la han podido acabar”. Y yo añadiría, no la van a acabar. A este respecto, les recomiendo a mis amables lectores el libro de Juan Carlos Botero, “Los hechos casuales”, en el cual el protagonista en medio de los horrores por los que tiene que pasar, enfrentado a esa pequeña pero ruidosa y brutal realidad de la Colombia contemporánea de la violencia y los secuestros, hace un justo reconocimiento a la inmensa mayoría de los colombianos, por su bondad intrínseca a pesar de la injusticia social de que son objeto. Y también resalta la solidez de esta democracia tan apaleada pero tan resiliente, y única en Latinoamérica.
Para muchos (sin duda no para todos), Colombia es un buen vividero, sin importar quien esté sentado en la Casa de Nariño. Abrigo la esperanza de que aprendamos a escuchar con respeto al que piensa diferente, que sea posible encontrar el camino de la reconciliación y que la prioridad que una a todos los colombianos sea el aliviar el hambre en el país.