Enfermedad lentamente progresiva en la que el afectado va perdiendo sus facultades humanas y se va transformando en un avatar. Para hacer el diagnóstico basta con uno de los siguientes síntomas: lo primero que hace por la mañana es prenderlo y revisar lo que se pudo acumular en esas ‘horas perdidas’ de sueño, y lo último que hace en la noche es ponerlo a un lado si es que no se queda dormido con él encima. Lo considera un apéndice de su cerebro y con él resuelve todas sus dudas. Tiene apps para todo y no hay nada en su vida que no consulte con su aparato.
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Lo que tiene que definir es si está afectado por la forma benigna de la enfermedad o si ya está en fase maligna, que comienza por las manifestaciones del síndrome TAPA o Terror A Perderse Algo. Eso hace que si por alguna extraña razón hay separación física del aparato, la sensación de desazón es incontrolable y mueve cielo y tierra hasta que se vuelve a conectar. También lleva a que no se pueda pasar más de unos pocos minutos sin sufrir la compulsión de mirarlo. No sea que se perdió una llamada, un mensaje o un nuevo post en alguna de las tantas redes y grupos a los que pertenece.
La obsesión lo lleva a usarlo en la mitad de una reunión, de una comida, de una velada, de una consulta, de una conversación e inclusive en la mitad de la calle si va caminando, o en la mitad de una autopista si va en un vehículo. Simplemente, pone luces de emergencia y se para en la curva, en el centro, en el lado izquierdo, arriesgando la propia vida y la de los demás.
Apagarlo o bajarle el volumen al timbre es intolerable, ¡no sea que se pierda la llamada que anuncia la guerra nuclear! Por eso tiene el timbre más ruidoso del planeta a un volumen que se escucha en todo el vecindario. Y ¡hay de que no conteste! Sus contagios (contactos) pueden llamar muchas veces seguidas porque padecen con usted, ceguera para el registro de llamadas. Por eso, contesta en los sitios más inapropiados, con la frase más insulsa de la modernidad digital: “No te puedo contestar porque estoy en consulta”, lo que resulta inútil porque del otro lado insisten en explicar el inaplazable tema del precio de la gaseosa.
En etapas avanzadas degenera en absoluta desconexión del entorno: sonido en parlante y conversación a gritos o videos bulliciosos, sin ninguna consideración con quienes lo rodean.
La complicación más seria es la pérdida del libre albedrío. Se pasa media vida en redes, donde no le hackean el aparato, sino el cerebro y lo ponen a comprar, votar, opinar y decidir según los designios de una ‘autoridad superior’. La verdad se vuelve una quimera, ya que todo se puede falsificar: las voces, las caras, los videos diseñados específicamente para la tribu virtual en la que ha sido registrado. Entre más inmune se sienta la víctima, más fácil es hackearlo. Para estos enfermos, un cura puso este letrero a la entrada de la Iglesia: “Cuando entres, es posible que escuches el llamado de Dios, pero no será a tu celular. Si quieres hablar con Él, apágalo y elige un lugar tranquilo. Si quieres verlo, envíale un mensaje de texto mientras conduces”.