Desde hace tiempo vengo defendiendo la necesidad de descentralizar el Estado y llevar a Colombia hacia un Estado menos centralista, más operativo, eficaz y moderno y, por tanto, mejor para toda la población urbana y rural.
Tras el primer paso, importante y esperanzador, dado días atrás por el presidente Petro en Cartagena con parte de la cúpula empresarial de Colombia, hacia un gran Acuerdo Nacional, me parece necesario hacer hincapié en que se deba incluir, en ese gran acuerdo, una necesaria descentralización del Estado, mediante un régimen de Autonomías Regionales, a fin de situar a nuestro país en un escenario más adecuado para su desarrollo integral.
Es innegable que será una tarea que va a requerir de muchos consensos, entre ellos con los gobernadores departamentales y alcaldes municipales, los cuales se pueden lograr con un gran sentido de Unidad en la Diferencia.
Las indudables ventajas que ofrece el Estado de las autonomías comienzan por dos principios básicos a la hora de pensarlo y ponerlo en práctica: el primero es el de la buena fe, pensando en la idiosincrasia de nuestro país y de cada comunidad a todos los niveles: geográfico, histórico, cultural, tradicional, ambiental y costumbrista, entre otros.
El segundo principio, al mismo tiempo y no menos importante, es el de armonizar la solidaridad entre los pueblos para que las regiones más privilegiadas económica y estructuralmente sirvan de motor de apoyo al desarrollo de aquellas comunidades o regiones menos afortunadas. Dicho de otro modo, la implantación de una simetría de igualdad que permita solidariamente crecer y ayudar a crecer. Por consiguiente, abandonar la mala costumbre de la envidia e iniciar un camino de buenas costumbres que reduzcan drásticamente la desigualdad y que haga emerger la solidaridad y el orgullo de participar del éxito propio y del de los demás. Las autonomías regionales deberían tener, según las materias, competencias legislativas y ejecutivas que tengan que ver con los distintos desarrollos y vida de la región correspondiente.
Esa capacidad de iniciativa y desarrollo que se deja a la gestión autonómica no deja de ser un gran aliciente para que las idiosincrasias y culturas diversas de nuestro país emerjan con todo el interés por levantar, con la ayuda del Estado nacional y con los criterios de solidaridad más arriba aludidos, al desarrollo decidido de sus respectivas regiones. Ahí reside la base de un empoderamiento de las regiones y, por inducción, de Colombia.
Como no estoy planteando un mundo feliz o utópico, pero sí deseable y posible, no debo soslayar ciertas debilidades e inconvenientes para lo planteado: el planteamiento imprescindible basado en los principios de buena fe y solidaridad, para conseguirlo, requiere también un cambio de mentalidad a nivel nacional. Ese cambio de mentalidad pasa por el abandono de las envidias, de los clientelismos y de las burocracias excesivas que lastran cualquier proyecto y más aún a este posible y deseable Estado de Autonomías Regionales. Hará falta mucha generosidad, entrega e inteligencia por parte de todos para conseguirlo.
No abandonar decididamente estas prácticas tan arraigadas en nuestro país supondría el fracaso de un proyecto de modernización del Estado que cambiaría para bien a una Colombia necesitada de cambios que la sitúen hacia sí misma y hacia el exterior, como el país que se merece ser, el que todas y todos nos merecemos.