Entre las cosas que leo por estos días están varios libros de neurólogos, genetistas y filósofos que intentan comprender el cerebro humano.
Cómo funciona la mente; los mecanismos por los que el cerebro convierte la palabra en química, como si fuera un sofisticado traductor de lenguaje o un laboratorio personal que nos provee un enorme espectro de complejas mezclas conocidas como “emociones”.
No obstante, el filósofo e historiador Richard Firth-Godbehere, a quien entrevisté hace poco, sostiene con muy buenos argumentos que eso que llamamos “emoción” no es tan real como creemos sino un constructo social, una interpretación de códigos y expectativas sociales, nociones y aprendizajes que terminamos confundiendo con nosotros mismos pero que, en honor a la verdad, deberíamos tomar con distancia y beneficio de inventario.
El neurólogo Henry Marsh, por su parte, se hace una interesante pregunta al ver su brillante cerebro convertido en una sombra deteriorada de lo que un día fue: ¿Al perder con la edad las facultades del cerebro vamos perdiendo también el Yo? ¿Somos menos nosotros cuando somos menos cerebro? ¿Es decir que el Yo también es un concepto móvil y variable que tiene que ver con la edad, con la salud y la enfermedad?
Louann Brizendine, la neurocientífica autora de ‘El cerebro femenino’, aplica una metáfora tan polémica como digna de ser analizada, el cerebro del hombre como una montaña que se erosiona, y el cerebro de la mujer como el clima y los fenómenos atmosféricos, el sol, la lluvia, la nubosidad y cambio, una gran complejidad y versatilidad llena de fuerza y posibilidad.
Ahora mismo leo ‘La Vida Secreta de la Mente’, del doctor en neurociencia Mariano Sigman, uno de los directores del Human Brain Project y quien ha entrevistado a decenas de artistas, ajedrecistas, chefs y genios creativos que le permitan entender cómo el cerebro decide, siente y piensa.
Tema apasionante: la receta biológica que separa a los optimistas de los pesimistas. No es tanto que el cerebro del optimista valore lo bueno, sino su asombrosa capacidad de ignorar y olvidar lo malo.
Un piropo que no tuviera que ver, torpe y básicamente, con edad o formas corporales, podría ser: “Amo la activación de las neuronas del giro frontal del hemisferio derecho de tu cerebro, que se atenúa cuando ves que el mundo es peor de lo que creíamos”. La ciencia, siempre tan cercana a la poesía...