Aunque la necesidad de moverse haya perdido un poco de importancia a raíz de las habilidades digitales que aprendimos durante la pandemia, sigue siendo cierto que la movilidad en una ciudad determina la productividad de sus habitantes, para no mencionar su calidad de vida.

Cuando un porcentaje importante de los ciudadanos pasan muchas horas encerrados en los cajones metálicos que hemos dado en llamar carros, buses o vagones, es obvio que si no le están quitando tiempo al trabajo o estudio, se lo están quitando a la familia, la recreación o el sueño.

La meta de Alcaldes, planificadores y autoridades de tránsito en el medio mundo, que le combina inteligencia al poder, es lograr que la gente pase la menor cantidad de tiempo posible cubriendo el pavimento.

Se las arreglan para hacer obras sin interrumpir el tráfico, ni cortar carriles. El metro francés se las ingenia para renovarse entre la 2 y 5 de la mañana y aun así no cortan el servicio del todo. Aquí, cuando se inició la construcción del MÍO, bloquearon la Calle Quinta 3 meses sin mover un dedo. Fue el paraíso de los ciclistas. La vía a la Calera en Bogotá lleva meses con un carril cerrado en una vía en la que caben perfectamente los dos. A ninguna autoridad parece importarle lo que ocurre y convierten al sentido común en virtud exótica.

Hacen un costosísimo puente (Cra 8a con suroriental) y le ponen un semáforo a la salida. Desbaratan durante meses para hacer un paso inferior (5a con suroriental) y le ponen reductores de velocidad y semáforo. Construyen un horrendo y claramente inútil puente peatonal y ponen un semáforo peatonal debajo.

Abrumados por la altísima morbimortalidad de las motos, resuelven que las vías rápidas, llamadas por alguna extraña razón autopistas, tienen límite de 50, apropiado para las zonas escolares que no se marcan ni hacen respetar. Ponen un buen número de policías a controlar un punto en el que todos se vuelven obedientes y arman un enorme trancón. Mientras tanto, en las calles de los barrios circulan motos a 120 sin control alguno. Tampoco tienen límite, las absurdas normas que frenan la ciudad y no previenen nada. No hay muchos sitios en el mundo en los que uno encuentre en una calle frente a un hospital, una motocicleta en contravía a 100, con el conductor chateando, ¡delante de un policía!, que ni se entera.

Que valioso sería que parte del presupuesto de tránsito se invirtiese en educar a los directivos. Que salgan y vean como funciona el mundo y vengan a aplicar medidas que sí prevengan la accidentalidad y mejoren la movilidad. Quienes nos visitan no pueden creer el nivel de precariedad, lentitud y tontería con que nos movemos.

Pero además, agreguemos la obsesión de las marchas. No solo los miles que al marchar no hacen nada, sino los bloqueos e inmovilidad que generan a quienes sí quieren trabajar. Ciudad que marcha mucho produce poco. Un buen ejemplo es la pobreza de Cuba, donde gran parte de la población se pasa largas horas todos los días haciendo cola para recibir la miserable ración que les dispensa el régimen. Los caleños lamentan la pobreza generada por dos meses de bloqueos, padecen lentitud en sus movilizaciones y lloran los muertos de las calles.