Había los besadores profesionales que encontraban en el mero achuchar el principio y el fin del gozaderal. Y los que lo que buscaban era calentar a la pareja hasta terminar ensartándola. El impulso emocional obedecía a la atracción súbita con la pareja desconocida de la mesa vecina con quien hubo un cruce previo de miradas abrasadoras, pero también en el fondo era una especie de canto de victoria ante los contrincantes en el faroleo.
Una manera de hacerse respetar por la inmediatez del levante y la tecnología del osculeo. Porque de la emoción en los labios se pasaba a la permisividad de brillar chapa, como se decía al escandaloso restregar de los genitales, en una parodia del coito que exacerbaba a toda la sala, en particular al parejo titular de la descomedida percanta, que en ocasiones se allegaba a la pista, la tomaba del pelo, la lanzaba escaleras abajo y volvía a la mesa a terminar su cerveza.
Se respetaba la convención de que en estos casos no habría pelea entre los machos porque tales disputas por putas solían derivar en colectiva trifulca con muertos y malheridos y el combo conducido en radiopatrullas a la Inspección. No le quedaba a uno de otra que sacar a bailar a otra. Y así ad nauseam.
Hablo de los bailarines de baja estofa, apenas haciendo el curso para amantes latinos en lugares arrabaleros pero no frecuentados por hampones de categoría, que asistían a lugares más cotizados. Y quienes sí sabían hacer respetar a las damas, así no fueran las de su consumo particular. Los bailarines cancheros se entregaban a la destreza de sus piruetas como la caída de la hoja y la tijereta, a la manera de los actores mexicanos Resortes y Clavillazo, hasta poner a la audiencia de pie, celebrándolos con hurras y risotadas.
Afuera del bar o cabaret o burdel o pornoseadero, el beso se expresaba en otros rituales: no faltaban los excelsos chupadores de trompa por el placer en sí mismo, que no tenían interés en un paso más, muy diferentes de los que utilizaban el beso como trampolín para la clavada.
Tuve la suerte de que mi amante primera era recién separada y me adoptó como chupaflor. Y así fui profundizando en el jardín de los deleites del besuqueo. Diany se llamaba y me llevaba diez años y al cine y al hospedaje. Me inició saludándome con un pico, o piquito, que era el contacto sin lengua, solo de labios proyectados sobre otros de igual figura, pero no por ello menos alborotador. Y pasó al beso mordelón, ya ad portas de la encamada, que fue su forma agresiva de tomar posesión, pues lo dejaba a uno con el labio partido para que no se le ocurriera besar a otra. Y de allí pasamos al beso francés donde, más que los labios, las lenguas de los besucones interactúan.
También me instruyó en el beso en la oreja, que despierta zonas erógenas de todas partes del cuerpo, eriza, petrifica, electriza. Y en el beso en el cuello, chupetón, donde después de la aspiración draculesca quedaba una marca roja que se iba tornando morada. Similar podía hacérsele desdeñando el buen gusto en el interior de los muslos. Y el beso en la nuca que hacía vibrar, con el que se celebraba y enaltecía la sumersión internalgatorial cuando se llegaba a lograrla.
La última vez que la vi me dijo que mañana me iba a introducir en las profundidades del beso negro. Pero ese día se me apareció la modelito Marlén meneando la cola. Yo ya estaba adiestrado para todo lo que viniera. Y es en este punto donde la historia comenzaría a ponerse buena.