María Cristina de Borbón, esposa de Fernando VII, el Rey Felón, tuvo dos hijas, Isabel y Luisa Fernanda. Por Pragmática Sanción, es decir, orden real inapelable, el rey decide en su testamento que Isabel, su primogénita, será la heredera, aboliendo de hecho la Ley Sálica, de origen francés, como los propios Borbones, pero que no pertenecía a la tradición española, de prohibir mujeres en el trono. El asunto deja de lado a su hermano Carlos María Isidro y produce tres guerras civiles. Cuando el rey muere, Isabel es una niña de tres años, así que María Cristina se convierte en Regente hasta la mayoría de edad de su hija.
La Regente se echa encima un amante, Fernando Muñoz, uno de sus guardias personales, de 25 años, apuesto, hijo de unos estanqueros de Tarancón. Se casa en secreto con él, para no perder la Regencia, pero el matrimonio es un secreto a voces ante los continuos embarazos de la Regente difíciles de ocultar. Tienen 8 hijos. La maledicencia madrileña saca una copla contra los liberales que apoyan al gobierno “Preocupa a los liberales que la reina no paría y ha parido tantos muñoces como liberales había”. Cuando Isabel II llega al trono, el matrimonio se hace público. Los estanqueros se convierten en Condes de Retamoso y el propio Fernando en duque de Riánsares. Entre los dos se enriquecen con tráfico de influencias puro y simple. A uno de sus hijos, Agustín María, Duque de Tarancón, le fue ofrecido por Juan José Flores, presidente perpetuo de Ecuador, el trono del Reino Unido de Ecuador, Perú y Bolivia. Delirante.
Isabel, la hija, llega al trono a los 16 años e inmediatamente la casan, sin consultarle, con su primo Francisco de Asís, Duque de Cádiz, el único candidato entre muchos que satisfacía a las cortes y a las cancillerías europeas, que lo consideraban inofensivo. A nadie pareció importarle que fuera un homosexual afeminado, la peor selección para el temperamento ardiente de Isabel, heredado de su madre. Isabel se echa encima docenas de amantes, el primero el general Serrano, el general bonito como ella lo llamaba, que años más tarde, junto con el general Prim, va a derrocarla. La reina tiene 12 hijos, ninguno del marido, todos de padres diferentes. La Iglesia Católica se queja al Papa y el Papa responde “e una puttana ma pia” (es una p…, pero piadosa) y le manda la Rosa de Oro, que es una distinción papal para los católicos ejemplares. Se rumora que Alfonso XII, el heredero, era hijo del amante de turno el III Conde de Peñafiel Enrique Puigmoltó. Los madrileños llamaban al niño el Puigmoltejo. Las alforjas del Rey Consorte se llenaban cada vez que tenía que reconocer oficialmente a los príncipes que no cesaban de llegar.
Madre e hija terminan en París, en dorado exilio. Las cortes, hasta las narices de las borbonas, escogen un rey italiano, que no habla español y dura muy poco, Amadeo de Saboya. Luego aceptan a Alfonso XII de 16 años, quien muere de tuberculosis a los 27 dejando un reguero de hijos con sus amantes y un hijo póstumo que nace rey, Alfonso XIII, bisabuelo del actual, derrocado por la república en 1931, quien vive una vida de playboy en el exilio. Historias que no son del mundo de la farándula, al cual pertenece hoy la realeza, sino del mundo pragmático de la política. Ante los eternos ires y venires de esos reyes niños y sus mamás tan costosos, dañinos e inútiles, cabe preguntarse: ¿Para qué sirve entonces la monarquía?