Tratar compasivamente a quien sufre de sordera, contribuye a un envejecimiento más saludable.
Con la sordera y otras limitaciones que vienen con los años, es el amor y la consideración de los allegados, lo que determina una mejor calidad de vida en la recta final.
Los allegados al pariente que se va quedando sordo, NO suelen prestarle la atención debida sino cuando el caso es avanzado. Y no es por falta de amor sino por falta de información, sumado al silencio del sordo que, al igual que el paciente deprimido (que no tiene voz), no habla con claridad. Nunca dijo, por ejemplo: “Si quieren que yo participe en las conversaciones, hablen en tono alto, VOCALICEN, acérquense, mírenme a los ojos y por favor no me inviten a reuniones con más de dos personas porque yo no oigo bien”. Como lo anterior no ocurre, la persona se va aislando en un mutismo tan íntimo como doloroso.
Quien sufre la sordera inicialmente la disimula o la niega ya sea por vergüenza, consideración con los demás o por asumir que, si llega a hablar del tema, sus allegados se van a burlar o no lo van a entender. La familia consciente o inconscientemente, ha contribuido al aislamiento porque lo considera como algo inmodificable que no merece ningún manejo distinto a marginarlo.
La pérdida de la audición eventualmente nos afecta a casi todos con la edad. Pero el proceso de deterioro es distinto en cada persona. Una vez que se lo diagnostica, se empieza el tránsito por el largo, costoso, y muchas veces ineficiente camino de los audífonos, esos pequeños adminículos que son útiles en muchos, pero no en todos los casos. Lo que corresponde a la familia con una persona con esta limitación es ofrecerle alternativas que comienzan con la aceptación compasiva del problema.
Mi padre empezó a perder el oído, especialmente el derecho, unos 10 años antes de su muerte. Los hijos y los nietos estaban al tanto de estos cambios, y tomaban las medidas necesarias para asegurar la comunicación. Pero los allegados menos cercanos no siempre sabían y por lo tanto no siempre lograban hacerse escuchar efectivamente. Siempre recuerdo con cariño y agradecimiento la deferencia que un buen amigo de la casa tenía con mi padre, quién al llegar a conversar con mi padre, lo primero que hacía era acomodar una silla al lado del oído bueno y hablarle en voz alta. Gracias a ese pequeño detalle sostenían largas e interesantes conversaciones.
Eso se llama empatía, consideración, sensibilidad, y afecto.
Tratar de entender y de hacerse entender es un acto tanto o más importante que el mismo tema en discusión. Mi padre quedaba muy feliz porque este interlocutor, gracias a su interés sincero, había podido romper el silencio, lo había validado y le había posibilitado expresar lo que pensaba. El sentirse escuchado genuinamente genera emociones positivas que contribuyen a mantener una longevidad más saludable.
Para mi padre que siempre fue un gran conversador, representó una experiencia muy significativa contar con familiares y amigos que lograban superar sus dificultades auditivas para entablar una charla con él.
Él hablaba con todo el mundo, pero pocos le sacaban la amplia sonrisa que lograba este buen amigo. Me los puedo imaginar, en el más allá, sosteniendo sus divertidas pláticas sin que nadie los interrumpa.