Ha pasado su vida dando ejemplo. Es un hombre discreto, severo, de altas disciplinas y principios. Todo el que lo conoció supo que su palabra era la rectitud y que, de modo silencioso pero dinámico, cada paso suyo, cada movimiento, tenía por objeto aquello que los antiguos romanos llamaron la Virtus. Y hay que agregar que en él se advierte al maestro en vía de enseñanza, en todas las cosas que ejecuta en su ya larga y meritoria vida.

Se trata de un ser humano excepcional que va a cumplir en estos días la edad de noventa y ocho años y que, mirando con esceptisismo el porvenir como si fuera Séneca o aquel Fray Luis que iniciara el regreso a la cátedra, después de un largo destierro, con la sencillez de siempre y las palabras iluminadas “Decíamos ayer...”.

Ese personaje se llama Luis Antonio Cuéllar Mendoza, nacido en el bello municipio de Roldanillo, en el que, cuando yo tenía solo veintidós años, fui juez penal del circuito. El doctor Cuéllar inicia allí su vida en el seno de una familia muy pobre.

Se esfuerza de niño ayudando a su madre y adquiriendo, al lado de la escuela primaria, cualquier oficio que le produjera unas moneditas para llevar a casa. La gente de allá, desde que era un jovencito de bolas y trompo, lo fue conociendo y apreciando. Y un día, para orgullo de todos los roldanillenses, fue nombrado alcalde municipal. Ya era un joven brillante, abriéndose camino con una sola arma: aquella virtud de la que los romanos de la república hicieron gala, como antes mencionamos.

No pudo llegar en aquellos tiempos a las aulas universitarias. Tampoco la gran mayoría de los hombres de entonces, para no hablar de la negativa cerrada a las mujeres. Fue empleado de la Contraloría en donde aprendió el equilibrio y la honradez que debía ostentar la administración pública. Fue funcionario judicial metódico y autodidacta. Y abrazando la política acorde con los derechos derivados de la Polis griega, fue diputado a la Asamblea Departamental y luego, por esos gajes de la vida, entró como alumno fundador de la Universidad Libre de Cali, donde alcanzó el título de abogado y posterior a ello de profesor del Alma Mater. Culminó esas ejecutorias como el decano que hoy todos los exalumnos recuerdan con gratitud y cariño. Después habría de llegar a la Cámara de Representantes. En realidad pocas vidas humanas pueden exhibir una acumulación similar de méritos personales.

Lo conocí en la Academia de Historia del Valle del Cauca de la que es presidente. Allí lo he visto, aún a sus años, viajar en un día -o varios según el caso- a los lejanos territorios del centro y norte en busca de la creación de círculos de historia, o ‘semilleros’ como le gusta decir, que refresquen y proclamen los hechos del pasado como un elemento vital de la sociedad hacia el futuro. Porque la Historia es en realidad el hombre y es el hombre el que la crea. Muchas veces estuvimos juntos en Ulloa, Alcalá, Cartago; pero es él quien, no obstante esa larga trayectoria vital, parece, a voluntad, el joven que nunca dejó de ser.

Tal vez aquellos que fueron dando formas a la sociedad aún desde el punto de vista religioso, gozaron por su avanzada edad de aquella sabiduría que hizo crear el consejo de ancianos o el Senatus, que viene de senes anciano. Se almacena el conocimiento y la experiencia que previenen la propensión impulsiva de la juventud.

El maestro Cuéllar nos ha entregado su propia vida y experiencia, en una expresión aquilatada de lo que los alquimistas también señalaron como la quinta esencia de todas las cosas. Y a su edad, obtuvo el título de Maestría en Historia y ahora, con tesis cum laude, de Doctor en Historia. Pero como el roble, sigue poderoso con sus propios conocimientos a cuestas. ¡Admirable!