Entre las especulaciones sobre el atentado contra el candidato presidencial del Partido Republicano de los Estados Unidos, Donald Trump, está la teoría según la cual se trataría de un fanático llevado por el odio como resultado de la extrema polarización, en que individuos radicalizados, sin control de sus emociones, pasan del ataque verbal al físico.

Las contiendas políticas han alcanzado niveles peligrosos para la democracia y la sociedad por el deterioro en la forma como se realizan. Las palabras con que se enfrenta a un contradictor públicamente, no son insustanciales, ni se las lleva el viento. Sabemos que estas pueden ser un instrumento para comunicar, con capacidad de edificar y conectar, o un arma para destruir o separar, en especial si provienen de gobernantes, influenciadores, candidatos, activistas o políticos.

Por el influjo del lenguaje en la comunidad se crean realidades buenas o negativas, no sin responsabilidad de quien lo utiliza mal o con maldad, para denigrar a otros sin fórmula de juicio o sustento. Día a día se conocen agravios desde las redes sociales, pero preocupa más ese comportamiento cuando proviene de un presidente que se supone debe dar ejemplo de mesura y respeto, y, en cambio, enrarece el ambiente.

No hay sino un paso entre igualar grupos o personas legales con criminales -porque no comparten sus ideas- y que algún enceguecido partidario llegue a la amenaza o a la agresión, al considerarlas enemigas. Quienes tengan reparos sobre la constituyente son de la extrema derecha y amigos de la violencia, “saben -dijo el presidente Petro en X- que el pueblo no va a retroceder a la sangre y el terror de las noches. A la sierra eléctrica”. Estas expresiones portan violencia y salpicaron incluso al gremio de transportadores, con asesinatos poniéndoles injusta e impunemente en la picota pública.

Por esa tendencia a atacar no extraña la designación de Daniel Rojas como ministro de Educación, sin experiencia relacionada, pero militante y admirador de Stalin, distinguido por la cantidad de trinos con insultos a periodistas, líderes políticos y más gente que no comulgan con su jefe, sin argumento alguno. Revela una personalidad agresiva, que sin cultura ni respeto hacia el otro lanza la piedra. Aunque hubiere hecho pajaritos de oro, no se entenderá tan contradictorio nombramiento del radical personaje, más que como una provocación y alguna intención que callan.

No es ilegal o pecado decir groserías, pero al hacerlas públicas en agresiones, sí afecta a los demás, hay un envilecimiento de la comunicación y de la convivencia. Es también un antecedente del futuro ministro que debería pesar al momento de decidir su nombramiento, por el pésimo modelo de funcionario frente a jóvenes y niños que asimilan lo que ven y oyen. La mayoría de ciudadanos aspiramos con derecho, a que el titular de aquella cartera, como mínimo, sea educado y no un competidor de Armando Benedetti en vocabulario.

Decía Jorge Luis Borges, “Las palabras son como semillas que germinan en la mente de los niños”. Sobre la forma como Gabriel García Márquez aprendió la importancia de ellas, nos dejó una simpática anécdota, cuando a sus 12 años de edad iba en bicicleta y estuvo a punto de ser atropellado. Un señor cura que pasaba lo salvó con un grito: “¡Cuidado!”. “Sin detenerse me dijo, “¿Ya vio lo que es el poder de la palabra?”. Ese día lo supe”.