La felicidad consiste en tener siempre la puerta abierta a las ilusiones. Un nuevo amor, una nueva sorpresa estética, una imagen, una canción, un nuevo liderazgo político. El derecho de las personas y de las multitudes a ilusionarse es sagrado. En todos esos campos la desilusión hace estragos, pero toca insistir.

En política es donde más hay que renovar las ilusiones con cada primavera, con cada elección presidencial. Quien sea capaz de generar esa nueva ilusión, gana. Para ello no se necesitan grandes trayectorias administrativas o serios títulos académicos, aunque nunca sobran. Solo se requiere un mensaje creíble de que las cosas van a cambiar para mejor, una actitud positiva y una sonrisa. No hay nada peor que un candidato malhumorado, a la defensiva, augurando desastres.

La actual elección presidencial norteamericana, cuya campaña es la más larga del mundo, se desarrolla entre esos dos tipos de actitudes. Kamala Harris, toda sonrisas, que sale más o menos de la nada, ofreciendo un mejor futuro para la democracia, y Donald Trump, envejecido, reiterativo, lleno de trucos y mentiras, pronosticando el fin de mundo. No es difícil adivinar quién va a ganar.

Lo de Kamala Harris es un cuento de no creerse. Hija de un inmigrante jamaiquino negro y de una inmigrante hindú, casada con un judío, es un acabado producto de la realidad multirracial norteamericana, que cada vez se impone más sobre los blancos, anglosajones, protestantes, WASP, que fueron por siglos la clase dominante. No es solo el hecho de que sus padres sean inmigrantes de otras razas, ambos son doctores distinguidos de la Universidad de Stanford, Kamala misma abogada de la Universidad de Howard, que ha educado la élite afrodescendiente por generaciones, con una carrera impecable en posiciones de elección popular como la fiscalía general de California y el senado de Estados Unidos. Todo ello un caso familiar de brillante emergencia social.

Venía de ser la vicepresidenta de Joe Biden, desempeñando el papel gris e incómodo que le corresponde a todo vicepresidente y en tres semanas, luego del retiro inevitable de Biden en su campaña de reelección, se ha convertido en un fenómeno político y cultural sin precedentes: una mujer biracial, que no se presentó a las elecciones primarias de su partido, el cual ha cerrado filas en torno suyo.

Ella, con un discurso sencillo, optimista, lleno de energía positiva, ya empata a Trump en las encuestas, quien se vaticinaba como seguro ganador, ante la fragilidad física y mental del presidente en ejercicio. Y sobre todo, dadas las peculiares características de la elección norteamericana, empata en los estados que deciden la elección, que no son los más grandes ni los más poblados.

La carrera no se ha decidido aún. La elección es el 5 de noviembre y cada día es como si fuera mañana. Encuestas, ires y venires, descalificaciones infames, que es la marca de fábrica de las elecciones norteamericanas que siempre terminan por ser la escogencia entre dos personas, no entre dos programas. Pero la esencia del asunto es que Kamala Harris es el futuro, con un discurso sobre lo que el pueblo norteamericano es capaz de hacer y una sonrisa; mientras Trump, un reo convicto que trató de impedir el reconocimiento de la elección de Biden, que anuncia un apocalipsis comunista e insulta todo el tiempo, es el pasado. La ilusión está con Kamala.