Es ya tradición en Estados Unidos que los presidentes se realicen un examen médico periódico y que los resultados sean de público conocimiento. No es obligatorio y están en libertad de informar lo que consideren del diagnóstico. Pero cada día cobra mayor importancia para quien ocupa tan alto cargo y para los candidatos a la presidencia que los ciudadanos estén informados de la salud de quien los gobierna o aspira a hacerlo.
Pareciera que el primer presidente en practicarse un examen médico público fue Gerald Ford, en 1975 y 1976, llevando a la construcción de una piscina en la Casa Blanca para que hiciera ejercicio; le siguió Jimmy Carter, quien propondría un panel de médicos para valorar a los presidentes; Ronald Reagan, siete meses después del atentado del que fue víctima en 1981, se sometió gustoso a la valoración de 14 especialistas y lo continuó realizando.
Similar ocurrió con George H. Bush, diagnosticado con una leve osteoporosis, y Bill Clinton, a quien le removieron quistes benignos y recomendaron un dispositivo para oír mejor; George W. Bush y Barack Obama, salieron muy bien librados por su afición al deporte; Joe Biden, también se los ha practicado sin reticencia y dada su aspiración a ser reelegido presidente a sus 80 años, hace poco se sometió a más exámenes, en el hospital militar de Maryland.
Pero, lo que era un estudio de rutina se convirtió en un asunto de Estado con Donald Trump. Su impulsividad, actitud violenta, intolerancia a la crítica y aparente desconexión con la realidad (suena familiar) han llevado a cuestionar su salud física y mental. Al someterse al primer examen en 2018 -a regaña dientes- no reveló el resultado y lo único que dijo su médico, ridiculizando la práctica, fue: “Es el individuo elegido presidente con mejor salud en toda la historia”.
Un recuento pertinente dada la inquietud creciente sobre la salud del Presidente Gustavo Petro, quien completa más de 80 casos de desaparición y cancelación de la agenda a última hora, sin explicaciones convincentes, dando pie a conjeturas sobre lo que en realidad le pasa y que hasta ahora logra mantener oculto; si es un problema de alcohol o de droga, como se rumora con insistencia, con su consecuente resaca, una enfermedad grave, o simple pereza de gobernar.
Lo anterior pone sobre la mesa una discusión medular: ¿Es la salud de un presidente un asunto de interés nacional que debe conocerse públicamente o es un asunto privado? En Estados Unidos no es un tema intrascendente, pues el presidente como Comandante de las Fuerzas Militares está autorizado a enviar tropas al exterior y va a todas partes con los códigos y un maletín con el botón que activan el sistema ofensivo y defensivo nuclear.
En el caso de Colombia, salvo caso de agresión, el presidente no está autorizado a enviar tropas al exterior ni anda con un maletín con botón nuclear, pero es la persona con mayor poder en el país, con amplias facultades ejecutivas, es Comandante en Jefe de las Fuerzas Militares y de Policía, representa al país en el exterior y debe, al menos en teoría, ser ejemplo de buen comportamiento para todos los ciudadanos.
Tiene sentido, entonces, establecer por ley, la obligatoriedad de que los presidentes se realicen un examen médico anual con un grupo de galenos independiente que informen de su salud integral. Mientras ello se debate, Petro debe sincerarse sobre la razón real de sus ausencias, y practicarse un examen médico transparente. Quien gobierna lo hace por un mandato derivado de la confianza manifiesta en el voto, del que derivan deberes y derechos, entre ellos, informar y permitir que se conozca la verdad sobre la salud del presidente.