Parte de lo bonito de la humanidad, del hecho de ser humanos, está en la diversidad y los matices que nos hacen diferentes a unos de otros. Cantar, bailar, escribir, hablar, estudiar, gobernar, cocinar, administrar… y cada una de ellas a su manera y con sus bemoles. Ser diferentes es el discreto encanto, es el color en el plumaje, es el no sequé y el no sé dónde que muchos definen como carisma o que otros denominan encanto o don de gentes.
En un planeta poblado por más de ocho mil millones de personas, es inevitable encontrar diferencias. Desde nuestras apariencias físicas hasta nuestras culturas y valores, cada ser humano es una expresión única de la riqueza de la experiencia humana.
Y las diferencias no son obligatoriamente obstáculos, pero así lo quieren hacer ver. A pesar de la belleza inherente de nuestra diversidad, no podemos ignorar las fuerzas que buscan dividirnos y polarizarnos. En muchos rincones del mundo, y en cada red social y espacio posible, los políticos utilizan la retórica de la división para consolidar su poder, pintando a aquellos que piensan diferente como enemigos y fomentando la intolerancia y el odio.
Ese afán por graduar buenos y malos es realmente mediocre. Pero, así como es un recurso barato, también es verdad que resulta efectivo. En su mundo imaginario, el líder que ostenta el poder anhela un pueblo genuflexo, que lo aclame y vitoree por todo lo que dice o hace. Si es que hace. Y así como es aburrido ver que una sociedad vive en el letargo de las modas y las tendencias ‘unificantes’, también lo es el vivir en medio de la retahíla de que quien piense distinto al ungido por Dios, es el demonio.
Esta actitud de división no solo es dañina para la cohesión social, sino que también socava los principios mismos de la democracia y la libertad de expresión. En lugar de promover un diálogo abierto y constructivo, alimenta la polarización y el enfrentamiento, impidiendo cualquier posibilidad de entendimiento mutuo y cooperación. Gobierno y oposición demuestran su capacidad intelectual y argumentativa en la forma en que se refieren los unos de los otros. Y en la periferia del debate estamos quienes recibimos la instrucción de odiarnos.
Y nos dejamos convencer por los obcecados en hacer de la diferencia algo negativo, nos permitimos el lujo de dejar que nos convenzan aquellos que usan la religión para separarnos, el dinero para clasificarnos y la política para dividirnos. Y pues muy chimbo eso.
Ni tan siquiera los ‘nuevos’ mandatarios locales que cumplen sus flamantes 100 primeros días son ajenos a sucumbir a la tentación de popularizar y simplificar su discurso entre buenos y malos. Que si dedicaran el tiempo a gestionar, ejecutar y tomar decisiones, en vez de a echarle puyas a su contrincante, otro gallo cantaría en nuestras tierras. El ambiente no es de progreso, el ambiente no es de crecimiento. El ambiente es de supervivencia.
¿La viga en el ojo ajeno somos nosotros? El pueblo, el que vive en medio de cumplir con las obligaciones, los compromisos, los impuestos, las diferencias, la música, el tráfico, la tecnología, las dificultades. ¿Seguros? ¿Y esa paja inmensa en el propio de ellos que muestra una ejecución presupuestal insignificante o un gasto desmedido en la burocracia no es realmente ruin?
Los ojos no sirven de nada si la mente y la entendedera no quieren ver.