Hace un tiempo publiqué esta columna para honrar la memoria de una mujer que bailaba al frente del Show de Jimmy. La publico ahora por su arrolladora actualidad:
Qué no hubiera dado por un beso de la Supernota, la misma que se deslizaba por la pantalla como en un sueño, como esas chicas que se derretían, divas de hielo y botas, cuando 007 disparaba su Pietro Beretta entre una música jadeante.
Uno no sabe si era el Vino Sansón o los gránulos del Ponqué Ramo, pero algo se iba al cerebro cuando aparecían aquellas chicas de largas piernas y manos inquietas que disparaban besos a la cámara, mientras repetían, “hola amigos/bienvenidos/ a la hora con más música…”, era el Show de Jimmy, y estas rubias platinadas, entre las que se contaba la Supernota, eran tan, tan inalcanzables, que uno pensaba, quizá, el único que podía llevarlas a la cama era el propio Jimmy, con sus argucias musicales y su jerga barranquillera.
Ayer, los diarios publicaron la muerte de la Supernota, y pusieron sus dos fotos, a lado y lado; la de aquellos años traviesos, con la boquita de chicle, camisa de lino amarrada en el ombligo, manos en jarra, mirada desafiante, como la de aquellas barbies superstar que se saben en la cima del mundo, y la otra, del ser doliente de la Calle del Cartucho, víctima de un cáncer, entregada a la droga, con un rostro que parece emerger del canto decimotercero del Dante, en el que brillan, lejanamente, esos ojos grises que tanto amamos, y deseamos, mientras llovía allá en el litoral, en la meseta cundiboyacense, en los Llanos de Carmen Tea.
Un antes y un después, como una sentencia; o una moraleja, o una advertencia para las nuevas Supernotas o Supernovas que van hoy por las pasarelas de Colombia y los ‘castings’ de los programas de moda, con un caminado de diosas vengadoras. Mírame y no me toques.
Me pregunté entonces, si la Supernota fue desafortunada en el amor, dónde estuvo su familia, si en el momento de quiebre de la vida no le alcanzó ni siquiera un marido jubilado que le comprara una casita con tiestos de flores en las ventanas, un Renault 4, o que la llevara de vez en cuando a San Andrés; que le hiciera un álbum para mostrarle a los nietos, algo que recordara que Heidy Iregui había sido la diva de unos de los programas de televisión más vistos en Colombia.
Quizá su declive empezó cuando falleció Jimmy Salcedo, debió salir a buscar trabajo y comprobó que ya no era tan joven. Tal vez sus piernas no eran tan firmes, ni se deslizaba como una gata angora por el estudio, y la chispa de sus ojos, otro día del color de los diamantes, había empezado a trocarse en fuego fatuo.
O quizá quienes la llamaban para algún ‘casting’ sólo querían acostarse con ella o pagarle una miseria, a ella que era la Supernota, la nota más alta, la rubia más grácil y provocadora.
O quizá hubiera sido mejor olvidarla, como se olvidan las estrellas del celuloide que un día fueron amores platónicos. Dejarla en El Cartucho sin tener que hacer la foto del antes y el después, la misma que de pronto nos ha mostrado la futilidad de los sueños a toda una generación. Sabíamos cuán bella era, pero desconocíamos que había bajado al infierno; me pregunto dónde fueron sus minifaldas satinadas, o aquel gesto de empinarse, alzando la colita, cuando terminaba el programa. Como decía entonces Doña Gloria Valencia de Castaño, desafortunadamente la televisión no era en colores, pero aquella rubita no requería matices ni policromías. Era bella desde el blanco y negro y su sonrisa competía con la de Raquel Welch, con el mohín de Bo Derek. Pensábamos que Jimmy la había traído de algún pueblo de California hasta estas tierras desangeladas donde ella nos hacía mejores con su luz.
Qué no hubiera dado por un beso de la Supernota.