Paul Preston, el conocido académico británico que ha dedicado su vida a estudiar la historia de España, en especial la relacionada con la república y la guerra civil, publicó recientemente el libro titulado ‘España, un pueblo traicionado’. El texto argumenta que la corrupción y la incompetencia política y gubernamental engendraron una división social profunda, que fue causante de la violencia generalizada y la cruenta confrontación entre los españoles.

Este análisis pareciera reflejar las causas de nuestro propio conflicto nacional, sin embargo, hay diferencias que conviene marcar. En nuestro país la proliferación de actores armados, el narcotráfico ubicuo, la renuncia al control territorial, el desinterés del gobierno central por enfrentar la situación, y la incesante pedagogía del odio y la polarización voceados sin reserva alguna por el propio Presidente de la República, superan por mucho los fenómenos que cimentaron la tragedia española.

La guerra colombiana se ha hecho a fuego lento y algunos piensan que ya hay vencedores definidos: serían los insurgentes de distinta denominación y las bandas criminales vinculadas al narcotráfico y la minería ilegal. Estos actores controlan buena parte del territorio y siguen extendiéndose gracias a que durante los últimos dos años un gobierno abrumado por la ideología neutralizó las fuerzas militares, desperdició su experiencia, sus capacidades estratégicas y dio golpes a su motivación. Esto mientras se dilapidaban las partidas necesarias para redimir los territorios.

Según lo perciben infinidad de compatriotas, el actual proceso de diálogo adelantado con la insurgencia dejó de ser una negociación para convertirse en armisticio, capitulación. Como en la mesa no puede haber diferencias inconciliables porque el gobierno y su contraparte comparten visiones dictadas por la ideología, lo que se estaría haciendo es acordar las condiciones de sometimiento del Estado y la democracia burguesas a los nuevos poderes fácticos.

La necesidad de blindar los términos de esa capitulación frente al eventual repudio colectivo es, en opinión de muchos, lo que explica la obsesión por elevar a rango constitucional mediante el ejercicio de un llamado ‘poder constituyente’, las obligaciones y cambios surgidos de la mesa. Entre tanto, duele y abruma la pasividad frente a los hechos descritos que se observa en los ciudadanos, partidos políticos democráticos, empresarios, académicos, organizaciones sociales y cívicas. Estos sectores están dejando que avance el golpe progresivo anunciado, y se les escapen entre los dedos la democracia, las libertades individuales, las garantías constitucionales, la libertad económica.

El asunto de fondo es que en la mesa de Caracas no está representada la sociedad colombiana en su conjunto y el gobierno que se abroga aquella vocería, es apenas una fracción que no refleja los valores, sueños, expectativas, concepciones políticas del conjunto nacional. Como se insista en parir con fórceps, sin los consensos requeridos, la llamada ‘paz total’, sus efectos serán marginales. Y lo que es peor, podría llevarnos de la guerra a fuego lento a la guerra total.

La paz es inaplazable y quisiéramos que surja del proceso en ciernes, pero a la mesa de negociación le faltan muchos comensales. Es hora de exigir que los dejen sentar.