Desde pequeño tengo la obsesión de recordar fechas importantes de mi vida no solo por lo que ocurría en ella en esos momentos, sino también por los acontecimientos futbolísticos que estaban pasando en esos instantes.
Por ejemplo, recuerdo que en el 2002 me cambié de colegio meses después del Mundial de Corea y Japón, tengo presente que me gradué en el 2008 porque mientras levantaba mi cartón de bachiller, la selección española alzaba su primera Eurocopa y recuerdo también que me ennovié con el amor de mi vida en el 2021, el año en el que mi amado Deportivo Cali conquistó su décima estrella.
Una pasión es una pasión, dice el personaje una famosa película. Y en mi mente los recuerdos rebotan como una pelota que tiene un único destino: rememorar esas gestas del Cali, ese amor que me inculcó mi papá, ese amor que nos unía así estuviéramos bravos, tal y como sucedió ese Día de Velitas del 7 de diciembre del 2003.
En ese entonces estaba en séptimo de bachillerato, y una semana antes del Día de velitas, mi papá había ido al colegio a recibir mis calificaciones. Cuando llegó a casa, ofuscado por enterarse de las siete materias que había perdido, me metió en su estudio y me dijo que la televisión me quedaba prohibida hasta el otro año, y que eso incluía no ver los partidos del Cali.
Con tristeza, asentí con dolor, sin explicarle que mis bajas notas se debían a que mientras los profesores explicaban sus lecciones, lo único que pasaba por mi cabeza eran las posibles alineaciones del Cali para sus partidos. En lugar de escribir ecuaciones, mi cuaderno se llenaba de esquemas tácticos y apellidos de futbolistas.
Ese domingo 7 de diciembre, el súperdepor jugaba contra Millos en Bogotá por las finales. Con el empate, los azules pasaban a la final, mientras que nosotros teníamos que ganar para llegar con vida a la última fecha del cuadrangular.
Todo ese día (el partido era a las 5:00 P.M.) me la pasé en mi cuarto con una radio escondida debajo de la almohada. Si no puedo ver el partido al menos lo escucho, pensé. Pero para mi sorpresa, a las 4:45 mi papá tocó la puerta de mi cuarto y me dijo con una voz seca “ya es la hora”, indicándome que me esperaba en su estudio para sufrir junto a mí.
El partido estuvo durísimo. Con El Campín lleno y jugando con la necesidad del Cali, Millos se plantó fuerte, pero el verde golpeó primero con dos goles del Caracho Domínguez.
La cara del viejo – severa durante toda la semana – cambió. “Apenas se acabe el partido pedimos una picada y vamos a prender las velas”, dijo, hasta que Millos en menos de cinco minutos empató el partido en el segundo tiempo.
Me dieron ganas de llorar. “Ahora no prendo ninguna vela”, me dije, mientras el Cali iba a cobrar un tiro de esquina a muy poco del final.
La Babilla Díaz pateó y en medio del área apareció la cabeza de Milton Rodríguez para poner ese 3-2 hermoso, y segundos después volvieron los gritos de emoción y las ganas de encender todas las velitas y todas las luces del mundo, porque la tristeza de la semana había acabado con esa alegría verde y con el abrazo eterno de mi viejo gritando gol.