No me gusta el estilo del nuevo presidente argentino, don Javier Milei. Él ganó, ciertamente, como se esperaba, después del largo castigo que impuso al país del sur el peronismo, cambiado de derecha a izquierda. Fue aquello un agobio de ladronerías y enriquecimientos ilícitos, cuando el pueblo, es decir, la población, caía en los extremos más inauditos de inflación y devaluación monetarias. Sí, Milei ganó limpiamente. Pero no me soporto su vulgaridad y el desenfado de trato a los que no son sus amigos. Perdono al hombre todo, menos la vulgaridad.

Disparó flechas envenenadas contra sus opositores doctrinarios, entre ellos al propio Petro, al que ha tildado de asesino y comunista. Un jefe de Estado debe ser un señor de habla y acciones respetables, no fingidas y menos enderezadas a causar odio y terror. Hitler hablaba bravuconadas y ofendía. También lo hacía Mussolini y Stalin, aunque este no fuera un buen orador. Pero era el discurso.

Aquellos ‘iluminados’ manejan el don de la palabra, que tornan dramática e inagotable. Hablan y discurren aún sobre lo malo, que muestran como lo bueno. Ese es el drama de vida: mientras elevan sus mentiras a niveles muy altos, marchan disparando malos hechos, que en el caso de Petro no tienen parangón: la violación de las leyes electorales, que son sagradas porque sobre ellas descansa la democracia. Tal vez el uso de drogas y el estado de adicción, que han señalado sus amigos. Allí estuvo la admisión -y búsqueda- de dineros prohibidos. Provenientes del narcotráfico unos, otros de los jerarcas de las centrales obreras que manejan grandes recursos, que nadie sabe de dónde salen. Aunque en verdad todos lo sabemos y no son limpios. Su hijo Nicolás y la entonces nuera, agotaron procederes que el país conoce abundantemente, como también los jueces.

La Fecode entregó con documento para la campaña del Centro Histórico la sencilla suma de quinientos millones de pesos, cuya destinación ha sido cambiada a la vista de todos y por escritura pública, sin que les quepa duda de que la justicia debe cubrir ese desaguisado. Es decir, creen que el país y los jueces deben aceptar el engaño descarado porque él, Petro, es el que manda.

Este contestó a Milei en uno de sus discursos del litoral Pacífico; y lo hizo con aparente calma. Pero cuánto error en el fondo, en uno de esos discursos de carrera y a la carrera. Veamos: Petro dice que Milei miente porque él no es comunista y estos convierten en una propiedad del estado los medios de producción. Él, Petro, sostiene de modo desvergonzado que a lo que aspira es a llegar a que esos medios de producción pertenezcan al pueblo. Sí, y ¿cuál es ese pueblo? Solo el que le sigue a él, a la fuerza, con todos los beneficios de dádivas que ofrece en nombre del Estado.

Los demás, que son la mayoría, no son el pueblo. Porque, como lo dijera Luis XIV en Francia, “El Estado soy yo”. Que su hijo y su nuera dijeron una verdad, que también la dijo Benedetti y que los hechos son palpables, como lo demuestran esos mismos hechos, vale un huevo que se pone de ruana el prestidigitador. Él quiere dirigir toda la economía y los medios de producción, como Venezuela y Cuba y Nicaragua, descargando el golpe sobre la clase media y mediana industria y todos sus esfuerzos tenaces de muchos años para alcanzar unos bienes que protejan a sus hijos. Todo es una mentira, a la que realmente no alcanza ni la vulgaridad de Milei.

La revolución de la palabra la adelantó Mussolini en la Marcha sobre Roma, bajo el hechizo de su frente altanera, las manos en jarra sobre la cintura, y el verbo encendido sobre la pequeña y grande Piazza Venezia. Y ¿dónde están los jueces? ¿Asustados por ese mismo prestidigitador?