El discurso de Petro en Paris llevó a un punto sin precedentes el repudio que experimenta hacia buena parte de los colombianos. Para presionar la aprobación de sus reformas, hizo saber que en su concepto la clase media es arribista. A su turno, los empresarios y “señores de las oficinas” son usuarios de látigo y cepo quienes manipulan al Estado lucrándose del dinero público; los medios de comunicación no pasan de lacayos del capital y difusores del esclavismo; la mayoría de los propietarios de tierra estarían contaminados por el narcotráfico y los congresistas serían codiciosos individuos al servicio de los banqueros.

Fuera de descalificaciones e improperios no hubo una señal de flexibilidad, de disposición al diálogo frente a quienes quisieran mejorar los proyectos de Ley. En resumen: se aceptan como están o se rechazan, y si se rechazan aténganse a las consecuencias porque vendrán ríos de fuego.

La actitud descrita no es compatible con el espíritu democrático, máxime si proviene de quien ganó con el apoyo de apenas un tercio del electorado. Lo absurdo, como no me cansaré de observarlo, es que existe consenso general sobre la necesidad de las reformas sociales. Se necesita una legislación que combata la informalidad y disminuya el desempleo; el sistema pensional debe revisarse para alcanzar a los excluidos; necesitamos que la salud de calidad llegue a todos los rincones del territorio. Sin embargo, las reformas no pueden servir para pagar favores electorales ni para obtener recursos inmensos que serían distribuidos a discreción con el propósito de perpetuar a quienes nos gobiernan.

El país lleva once meses de truenos verbales, polarización permanente e incapacidad para concretar soluciones. Pero las movilizaciones nutridas y las propuestas de organización conocidas la semana anterior, indican que ahora las cosas podrían cambiar. Parece estar cumpliéndose la advertencia de Don Quijote: el asno aguanta la carga, pero no la sobrecarga.

Las iniciativas más comentadas para afrontar la coyuntura actual son la de Carlos Alonso Lucio, la cual consiste en formar un frente cívico que investigue las posibles infracciones en las que haya incurrido el presidente y su equipo, al superar los topes financieros de las campañas. Según explica Lucio el procedimiento podría conducir, eventualmente, a la destitución del mandatario y de su fórmula vicepresidencial.

La otra iniciativa es la proveniente de Germán Vargas, jefe de Cambio Radical. Como ha trascendido, esta tiene el propósito de formar una gran coalición capaz de materializar las reformas requeridas, pero en espíritu de consenso, respetando lo ya construido y la institucionalidad. La lógica indica que a tal idea deben sumarse también el partido liberal, la U, el Centro Democrático y el Partido Conservador. La convergencia cambiaría la ecuación del poder porque serán los partidos de tradición democrática y no el Pacto Histórico, quienes controlen la agenda parlamentaria, incluyendo el contenido de los proyectos de ley, su alcance y su trámite.

La idea es bienvenida, pero requiere acompañarse de un acuerdo formal que contenga reglas de juego claras y exigibles, cuya violación de lugar a sanciones ejemplares. El asunto es que si los partidos dejan fisuras por donde fluya mermelada a destajo para los congresistas, la coalición nacerá muerta.