Imposible negar la perplejidad, el horror y el dolor que produce escuchar las audiencias en la JEP de reconocimiento de la verdad frente a los denominados falsos positivos; uno de los patrones de conducta más despreciable y vergonzoso del conflicto colombiano.
De un lado están las familias humildes, casi todas de origen campesino, llegadas de la Colombia rural, en este caso en la lejana Casanare, en los Llanos Orientales, listos a desnudar casi 20 años después el dolor, en un lugar tan inhóspito como son las oficinas públicas de Bogotá; del otro están quienes dieron las órdenes y lo más dramático, quienes apretaron el gatillo; militares de bajo y medio rango –aunque por allí, por el banquillo de los acusados han pasado coroneles y generales como el excomandante de las Fuerzas Militares Mario Montoya, uno de los grandes instigadores de esta atrocidad o William Torres Escalante el general de la Brigada XVI del Casanare.
Soldados humillados los unos, avergonzados los otros, tal vez arrepentidos, y los cínicos que nunca faltan, con la arrogancia de las armas y el uniforme intactas, quienes aceptan –motivados algunos por la rebaja que ofrece la justicia transicional por aportar verdad- y piden perdón. Sus relatos confirman la dimensión de aquel desalmado patrón de guerra que se repitió durante los 8 años de la política de Seguridad Democrática -y probablemente desde antes- en los que imperaron los resultados operativos -quiero ver ríos de sangre, llegó a decir Montoya- por encima de cualquier consideración.
Víctimas y victimarios, frente a frente, y los magistrados de la JEP escuchando, preguntando, tomando nota con la seriedad intimidante de los jueces. La audiencia con los testimonios de los 24 militares y un exfuncionario del DAS declarándose culpables de la crueldad del Casanare es de una crudeza cruel. Escuchar a un exoficial reconocerle a una mamá desconsolada haber asesinado a su hijo para obtener un permiso de 5 días resulta abominable. O al teniente (r) Jhon Alexánder Suancha asegurar que eran los propios generales quienes, sabiéndolos culpables, los instaban a guardar silencio porque la institución debía prevalecer. Así estuviera manchada.
Y pensar que el patrón se repitió con 296 campesinos inocentes en los Llanos y con cerca de 6.500 en todo el territorio nacional hasta el 2009, el último año del segundo gobierno Uribe y de Juan Manuel Santos como ministro de Defensa. Durante los tres años que Santos permaneció en el cargo desde julio de 2006 comulgó siempre con Uribe y conveniente se apoyaba en su prestigio como el gran guerrero contra la guerrilla de las Farc, haciéndole eco a un país que lo aupaba. Marchaba a su paso y se reunía, como lo atestiguan los troperos, en las Brigadas a presionar por resultados.
Santos fue Ministro de Defensa en pleno auge de la seguridad democrática y dice haberse enterado del tamaño del monstruo, solo cuando, junto al Presidente Uribe, escucharon el informe dantesco del general (r) Carlos Suárez; juntos asumieron la descabezada de los primeros militares señalados como responsables. La diferencia está en que Uribe da la cara, defiende su guerra, recibe el agua sucia, soporta chiflidos e insultos, mientras Juan Manuel Santos guarda silencio, alardea con un Premio Nobel de paz, una condecoración, que él sabe que en el fondo no se merece ni por lo que hizo ni por lo que dejó de hacer.