Yo creo en la división de poderes. En el equilibrio de pesos y contrapesos que garantiza control, vigilancia e independencia. Yo creo en los ciudadanos, incluidos los gobernantes, que se saben cobijados, contenidos y limitados por la Ley y la Constitución.
Yo creo en las instituciones perdurables, y en que estas no pueden ser sustituidas por el volátil imperio de la opinión. Yo creo en construir sobre lo construido, rescatar lo que sirve, permitir que siga existiendo lo que funciona, aceptar con grandeza de alma los aportes de los antecesores, y reconocer lo que puede ser mejorado sin el Síndrome de Adán que invita a empezar todo desde cero.
Yo creo en la ética del trabajo, y que ha sido esta y solo esta la razón por la que Colombia ha sobrevivido a las peores amenazas de su historia: después de los atentados, los carteles, las bombas o los horrores indecibles del conflicto, los colombianos se han levantado al día siguiente y han salido a trabajar, a ganarse la vida, a abrir caminos legítimos.
Yo creo que ese colombiano (sin distingo de géneros, regiones, estratos y etnias), que conoce el valor del trabajo honrado y el esfuerzo, constituye el más grande dique de contención para la democracia. Creo que el colombiano lleva en el alma un luchador, un resiliente, un valeroso; en lugar de un resentido, un vengativo, un mendicante.
Yo creo en el poder de las palabras. Y que las palabras de los gobernantes tienen una responsabilidad mucho mayor que la del resto de ciudadanos, por cuanto la dignidad de su cargo y el alcance de su poder los hace faros visibles que, o bien mejoran las costumbres sociales a través del buen ejemplo, o conceden a sus seguidores el permiso tácito de romper la civilidad sin consecuencia.
Yo creo que los sectores público y privado no son enemigos naturales, sino, por el contrario, los justos complementarios para el avance de la sociedad. Yo creo que nadie gobierna solo para sus votantes, sino que, una vez electo un candidato, transforma su condición y su dignidad hasta convertirse en símbolo de unidad y grandeza. En las elecciones de octubre, votemos por quienes garanticen esto, en lugar de más divisiones.
Yo creo que Colombia sí es un país mucho mejor que el de hace 20, hace 30, hace 50, hace 100 años. Y que quizá el foco excesivo sobre la veta oscura (esa idea de que solo lo malo es noticia) ha creado la percepción amplificada de que nada sirve, de que nada ha avanzado, y ese relato es el caldo de cultivo con el que luego se venden peligrosos mesianismos que prometen salvarnos de todo, hasta de lo bueno, hasta de lo que sí funciona.
Un grave peligro para la democracia actual es el creciente control territorial a manos de bandas criminales y disidencias, que ganan tiempo y expanden sus tentáculos como virus. Quiero creer que los anticuerpos de la sociedad colombiana, adquiridos tras tantas décadas de exposición a los más diversos horrores de la violencia, nos permitirán responder con institucionalidad a los retos que se avecinen.