La semana entrante se llevará a cabo el primer debate presidencial entre Donald Trump y Kamala Harris. Para muchos, este encuentro será el evento más importante de la campaña, un momento decisivo para la vicepresidenta, que registra una pequeñísima mayoría en las encuestas. Un desempeño, flojo podría costarle la victoria. En el pasado, falta de cancha y claridad de Harris en las entrevistas ha creado preocupación entre los demócratas sobre su capacidad de enfrentarse al micrófono sin teleprompter. No es claro cómo se pueda enfrentar a Trump y su estilo basado en insultos, mentiras y burlas que han acabado a docenas de rivales.
Ambos candidatos tienen mucho para perder, pero Trump tiene la ventaja de que durante ocho años ha dominado la política americana, desde el poder y desde la oposición. Los analistas y el público en general ya lo conocen, con sus talentos y sus defectos, mientras Kamala es casi principiante en este foro. El público no la conoce lo suficiente, y por esa razón estarán bajo escrutinio su imagen, su tono y sus respuestas y la interacción con su rival. Este debate es ante todo un referendo sobre la capacidad de Kamala.
No es la primera vez que se juegan todo los candidatos. Desde que se inventaron los debates en Estados Unidos, se han convertido en una arena en la que los candidatos se hunden o sobreviven, a veces por mínimos detalles, frases y omisiones. El primer debate televisado, en el año 1960, se convirtió en decisivo para el triunfo de John F Kennedy, que se enfrentó al entonces vicepresidente Richard Nixon. En ese momento, el público televidente declaró a Kennedy como ganador, mientras Nixon perdió popularidad. Se dice que perdió la presidencia por su aspecto cansado, sudado y envejecido, mientras el joven Kennedy se vio vibrante, radiante y elocuente. Para el público radial, la reacción fue la contraria, muy a favor de Nixon que proyectó una voz de gran credibilidad. Al final triunfó Kennedy y desde ese momento los políticos se han cuidado de la presencia visual tanto como el contenido. Pocos encuentros desde entonces han generado tantas sorpresas, hasta convertirse en un caso de estudio de la importancia de la imagen política.
Los debates siguientes, como el de Jimmy Carter contra Ronald Reagan en 1980, demostraron de nuevo la importancia del impacto visual para los votantes, que tomaron decisiones basadas ante la presencia y el tono más que el contenido. Resultaron positivas de las frases cortas y el espíritu imponente de Reagan, que armado de su carrera como actor, barrió con el presidente Carter, que en ese momento estaba agotado después de lidiar la crisis de los rehenes en Irán. Doce años después, Bill Clinton, su carisma y sonrisa, arrasó con George Bush padre, que se dejó ver en la pantalla mientras miraba impaciente su reloj.
Otro debate que pasará a la historia por las consecuencias que se desencadenaron, sucedió hace pocos meses entre Joe Biden y Donald Trump. El evidente deterioro del Presidente, que por meses habían intentado ocultar sus familiares y asesores, disparó una enorme preocupación y un sentido de alarma, y una crisis política que le dio la vuelta al partido demócrata. Los primeros diez segundos de Biden ante las cámaras acabaron su campaña, le dieron la vuelta al partido demócrata y también le quitaron a Donald Trump su rival perfecto.
Han pasado varios meses desde ese momento, y una vez más el público se sentará frente las pantallas a analizar el estado de la carrera. Para Trump será un reto tratar de descalificar a su rival sin sobrepasarse, pero al ser su séptima experiencia en el podio no solo tiene cancha, sino que se enfrenta a un público que lo conoce bien y tiene una imagen ya formada de su carácter, su estilo y sus políticas. Ya se conocen sus detractores y sus aliados. Para Kamala, es un momento de inflexión. Su tarea es utilizar el tiempo para presentarse ante el público americano, convencer a los indecisos de su capacidad y experiencia, y manejar con inteligencia los ataques de su rival. Es su momento en el sol. No puede tropezar.