La sabiduría popular se encuentra en estado puro en las personas sin pretensiones, sin fachadas, que tienen una visión equilibrada de la vida y de la sociedad. Quiero compartir con mis amables lectores un fragmento de una conversación que sostuve recientemente en un trayecto largo en Bogotá con Luis, un taxista boyacense de 60 años. Para sacar a su familia adelante, empezó desde muy joven vendiendo arepas y luego empezó a manejar un taxi. Tiene cuatro hijos, el mayor, de 27 años, es médico; la hija, de 25, es arquitecta; el de 23 estudia séptimo semestre en la universidad, y el menor estudia y trabaja. Le pedí que me explicara su estrategia para criar hijos independientes que le aportan a la sociedad, y me contestó sin vacilar: “Se les dio mucho amor, pero también se les exigió mucho”.

El caso de Luis y su familia, que ampliaré en una futura entrevista, no es infrecuente en nuestro país, lleno de gente meritoria y trabajadora.

Pero la columna de hoy se enfoca en los padres que NO utilizan la estrategia de Luis para la crianza.

Una crianza balanceada requiere gran disciplina y consistencia por parte de los padres y las madres, quienes tienen la responsabilidad de empezar el proceso educativo desde que nace el infante. La ausencia de límites y el facilismo crean una grave distorsión en el alma de los seres en formación y convierte al más alegre, tranquilo y amoroso de los hijos, en un ser ansioso, triste, caprichoso, y desagradecido.

El niño mimado al que nadie le pone límites consistentemente durante los años de crianza es una víctima. Ese niño hubiera podido tener un destino mejor si los padres hubieran entendido, desde el principio, que era necesario que ellos mismos salieran de su zona de confort y no se dedicaran a complacerlos sin exigirles.

Un niño problema, por lo general, no nace así. Se hace por razón de una crianza torpe. Y la culpa, generalmente, es de unos padres para quienes el mayor placer lo constituye el darle gusto en todo al hijo para asegurar una “linda relación”.

La incapacidad para poner límites va conformando una estructura familiar enferma en la que pululan los problemas que se van agudizando en la medida que el niño crece. En esos hogares los retoños crecen creyéndose merecedores de todo lo que se les antoja y, desafortunadamente, terminan obteniendo lo que quieren, con solo desearlo. Cuando tienen un contratiempo, o cuando no obtienen lo que quieren fácilmente, encuentran siempre un culpable en “los demás”.

Cuando un niño obtiene todo lo quiere, invariablemente se convierte en un ser caprichoso, desconsiderado, demandante y mediocre. En suma, un atenido. Y como adulto, tiene un alto riesgo de terminar utilizando la manipulación como estrategia para relacionarse con los demás.

La consecuencia más lamentable de la situación descrita es la distorsión de los valores que lleva a una incapacidad creciente para distinguir entre el bien y el mal, lo cual prepara el camino para las conductas antisociales.

La fórmula de Luis, amor con límites y disciplina, puede ser más efectiva que muchos seminarios o libros sobre la crianza de los hijos.