Pocas veces hablamos del tremendo daño que nos ha hecho el refrán ‘Dios les da sus peores batallas a sus mejores guerreros’.

Es como si, de generación en generación, nos dijéramos que no importa cuánto nos maltraten en la familia, en la casa o en el trabajo, porque la vida siempre es dura y los que triunfan son los que no se rinden. Una filosofía que nos obliga a soportar con buena cara todo lo que nos pase, así estas circunstancias nos estén lastimando de manera profunda.

Es ahí cuando creamos el peligroso falso mérito de pensar que entre más m… he comido en la vida, más triunfador soy; que, para salir adelante, todos tienen que comer la misma m… que yo he comido.

Esta creencia que tenemos muy arraigada se desprende de los contextos culturales en los que crecieron nuestros antepasados, en los que renunciar a una situación adversa representaba dar el brazo a torcer, ser débil y, en pocas palabras, un perdedor o uno más del montón. Un razonamiento arcaico y que se encuentra muy alejado de la realidad, pero sobre todo del crecimiento que hemos tenido como sociedad en materia de derechos humanos y libertad de expresión.

Con esto no quiero demeritar en lo más mínimo a aquellas personas que han aguantado situaciones bravísimas para salir adelante. Ni más faltaba. Pero sí pretendo dar a entender que son válidos otros caminos, y que expresar lo que nos incomoda, o dejar ir algo que nos afecta emocionalmente, también es muy meritorio y requiere de una valentía suprema que, desafortunadamente, es muy poco valorada por la mayoría.

Porque ser valiente también es priorizarse sobre personas o situaciones dañinas y, más importante todavía, explorar nuevos caminos que nuestros antepasados, por alguna u otra razón, nunca se atrevieron a tomar. Qué bonito sería, por ejemplo, trabajar en algo que nos apasione y que no sintamos como una obligación para así dignificar a ese abuelo que le tocó ‘trabajar como mula’ para llevar alimento a su familia; y qué precioso sería tener el criterio para elegir caminos emocionales diferentes a los que les causaron daños irreversibles a nuestros padres.

No hay que olvidarse que la vida es, sobre todo, una cuestión de perspectivas. Si hubiera una única manera correcta de hacer las cosas, seríamos más robots que esencia, y la esencia es eso que nos hace irremplazables.

La invitación, entonces, es a dejar de actuar como ‘discos rayados’ y repetir las mismas historias de nuestros antepasados. Que sus lágrimas, luchas y conflictos sean el abono necesario para nosotros aprender a tomar riesgos y abrir nuevos horizontes de vida.