El 11 de septiembre de 1973, una sublevación de todas las fuerzas militares derrocó a Salvador Allende, Presidente de Chile, a la mitad de su mandato de seis años. La aviación bombardeó la Casa de Moneda, el ejército la invadió y Allende, acorralado en su despacho, se suicidó.

Terminaba así el experimento de implantar el socialismo en Chile, sobre la base de una coalición vario pinta de partidos de izquierda (socialistas, comunistas, radicales, social-demócratas), denominada Unidad Popular, que había llegado al poder con el 36,6% de los votos, mientras el segundo Jorge Alessandri obtenía el 35%. Un país dividido por la mitad. Allende fue elegido con un poco más de un millón de votos sobre 3,5 millones de inscritos. Como no existía entonces una segunda vuelta, el Congreso ratificó la elección.

Sobre lo que sucedió se han escrito infinidad de libros de la derecha y la izquierda, denostando o glorificando al personaje, respectivamente; cincuenta años después puede explicarse la tragedia con mayor distancia y serenidad: fue el intento de un gobierno minoritario de imponer una agenda radical, por las vías legales, sin tener el apoyo parlamentario para hacerlo, lo cual creó grandes enfrentamientos en la sociedad chilena. La señal más ominosa de lo que iba a suceder después fue el asesinato del Comandante del Ejército, Rene Schneider, la víspera de la posesión de Allende, por haberse comprometido a respetar el resultado electoral.

La agenda de Allende era muy radical y fue presentado ante la opinión pública mundial como el primer presidente marxista en llegar al poder por la vía electoral. En medio de la Guerra Fría, la intervención norteamericana fue evidente. Más en la campaña de 1964, cuando Allende es derrotado por Eduardo Frei, con millonaria ayuda de la CIA, que en la de 1970, cuando la CIA pensaba que no iba a ganar. Pero lo que desata todos los demonios fue la nacionalización del cobre, principal producto de exportación de Chile, en manos de dos multinacionales norteamericanas Anaconda y Kennecott, curiosamente con el voto unánime del Congreso.

Aunque el cobre era solo parte del cuadro que también comprendía estatización de las principales áreas de la economía, aceleración de la reforma agraria, congelamiento de los precios de las mercancías, aumento de los salarios de todos los trabajadores, pagándolos con emisión de billetes.

Tuvo ese gobierno su luna de miel por un año, cuando la subida de salarios mejoró la capacidad de compra sin afectar la inflación, pues el aparato productivo tenía capacidad instalada no utilizada. Pero la situación económica se deterioró rápidamente y se hizo evidente el frágil apoyo en el Congreso. Una visita de un mes de Fidel Castro, no ayudó para nada.

Allende, debilitado políticamente, decide acudir al pueblo para modificar la Constitución y trata de convocar un plebiscito, lo cual colma la paciencia de las fuerzas armadas que no querían ver a Chile convertida en otra Cuba y se sentían apoyadas por las mayorías políticas en esa causa. Ese es el germen del bárbaro golpe, bombardeo del palacio presidencial incluido, en un país con una tradición democrática impecable. El precio de ese experimento, 17 años de dictadura. La lección es obvia y fresca 50 años después, pues la política es siempre la misma: imponer una agenda nacional radical, con apoyo minoritario en el Congreso y sin el apoyo de la opinión pública, no es una buena idea.