Voy a visitar al amigo de los días que agoniza con parsimonia en un cuarto alquilado que da a la calle. Vive solo. Mantiene la puerta sin seguro para que en cualquier momento puedan entrar sin tocar, ya que le es imposible levantarse. Además, no tiene nada que le puedan robar. La casera le trae la comida una vez al día y le administra sus medicinas. Hablamos un rato de lo de siempre, de lo que nos tocó en suerte, de lo realizado y de lo imposible, de los sueños cumplidos y de los que se quedaron en el tintero. Ambos quisimos ser escritores. Pero tal vez nos faltó estar más despiertos. No soñar tanto. Tiene clara consciencia de que está en las últimas, pero lo consuela sentir que en esas anduvo toda la vida.
Cuando, en vista de que entrecierra los ojos, me voy retirando en silencio, veo sobre la mesita un libro con pasta de cuero que siempre quise tener y que a pesar de ser ratón de librerías no encontré nunca, Sobre el cielo y sus maravillas y sobre el infierno, de Swedenborg, traducción de Jorge Luis Borges. Pienso que ya mi amigo no va a llegar hasta ese sitio y no va a echar de menos la ausencia del tomo. Lo meto bajo el brazo y salgo con él.
Una vez en mi confortable habitación de soltero preparo mi cama para leer, me pongo la piyama, enciendo el calentador y la lámpara, y al abrir el libro veo que frente a la portadilla hay una calcomanía de aspecto macabro que reza: “Maldición eterna a quien robe este libro”. A pesar de que me asusto en principio, me interno en sus páginas, deslumbrado por lo que narra, la conformación de las estancias de los habitantes celestes, las costumbres entre los ángeles, el espacio espiritual por donde pasan los muertos antes de decidir su eterna morada, convertidos en ángeles o demonios. Me prometo no posar los ojos sobre el tema infernal. Cuando voy a apagar la lámpara, el foco se apaga solo, se ha fundido. También yo me fundo, con el libro sobre mi pecho.
Sueño que con las primeras luces de la mañana me dirijo a la morada de mi amigo. Lo despierto para mostrarle el libro y decirle que ayer me lo llevé por error, que allí se lo traigo. Se lo queda mirando. “Ese libro no es mío”, me dice. “Nunca lo he visto. Y además, tú ayer no viniste. Y yo estaba en el hospital”. Despierto sobresaltado. El libro no está en mi pecho, ni sobre la cama, ni en ningún lugar de la habitación. No comprendo qué está pasando. Me lavo la cara para asegurarme de que estoy bien despierto.
Me dirijo a la habitación de mi amigo. Me dice que me estaba esperando, para comunicarme que se encuentra en el mundo de los espíritus, decidiendo si toma el camino del infierno o del cielo. “Cuídate de las maldiciones”, agrega. “Yo estoy pagando por una. Por un robo insignificante. Tenía la esperanza de que tú me libraras de ella. Heredándotela”. Me acerco más y lo veo cadáver. Le cierro los labios. Decido que sea la casera la que lo encuentre, no sea que me enrede en líos de policía o de policlínica.
Al salir, y ver sobre la mesita el libro de Swedenborg, vacilo entre llevármelo o dejarlo, puesto que ya el robo no opera. Es mi herencia. Como sigo impresionado con el mensaje de mi amigo, prefiero dejarlo.
Al llegar a mi confortable habitación, veo el libro sobre mi almohada. Me pongo la piyama, enciendo el calentador y la lámpara a la que he cambiado de foco, y con el libro entre las manos dudo en seguir leyéndolo. Me decido cuando al abrir la primera página veo que no existe la calcomanía con la leyenda: “Maldición eterna a quien robe este libro.” Lo leo entero durante toda la noche. Incluso la parte referida al Infierno. Dice que solo los espíritus muy puros se deciden por él. Y dice que esa noche ha llegado uno, el más puro. Y que está esperando que lo visite.
El calentador se dispara. Siento que ardo.