La Librería Nacional de la Plaza de Cayzedo era y sigue siendo el templo de los libros en Cali y por décadas quien estaba siempre ahí, el anfitrión, era Felipe Ossa invitando a leer. El librero mayor. Una tarde, a la salida del colegio, mi papá, gran lector como todos los Bonilla Aragón, me llevó a conocerlo y me habilitó para que le pidiera los libros que quisiera. Y así lo hice durante años.

Mi padre encargaba los suyos y Felipe no fallaba, los conseguía donde fuera, en tiempos en los que Amazon no existía. Y los libros llegaban a aquella Librería Nacional que hacía de Cali, de la mano de los Festivales de arte, de la Bienal y el teatro, los recitales de poesía y los conciertos en el Teatro Municipal, el Cineclub del San Fernando, sin exagerar, una metrópoli cultural.

Porque además, Felipe compraba bibliotecas completas que vaciaba en las estanterías del segundo piso, vuelto un lugar de encuentro, de intercambio de ideas, de diálogo sin urgencia, donde se combinaba la lectura con la tertulia. Fue así, como bucear entre aquellos libros de segunda se volvió un segundo placer que rivalizaba con el asombro de las novedades. Eran los años 70 cuando no se vislumbraba la ruindad en que caería el centro de la ciudad.

La pasión era entonces la literatura, así que el generoso ofrecimiento de mi padre orquestado por Felipe, no podía ser más oportuno. Devorábamos las novelas del boom latinoamericano con la pasión que nos contagiaba en el aula de clase del Colombo Británico, la señora Gloria, nuestra profesora de literatura que se había licenciado en la Santiago de Cali y sabía de veras enseñar. Nos invitaba, armados de las claves necesarias para descifrar Rayuela, Pedro Páramo, El Túnel y pronto caería en nuestras manos Cien años de soledad.

Comencé desde entonces un diálogo de cincuenta años que solo lo interrumpió, como ocurre siempre, su muerte esta semana. Siempre recordaba a Cali y sus asiduos lectores, pero se encargó de dejar como timonel a otra librera: Aura Bustamante, quien estuvo con él 47 años. Felipe trasladó su guarida a la Librería Nacional de Unicentro en Bogotá, donde siempre aparecía como una sombra detrás de los estantes, y desde allí armó el emporio de las librerías Nacional ancladas en los centros comerciales, decidido a irrumpir con un libro en la cotidianidad de la gente, como fuera, a la brava, con la seguridad de no estar perdiendo el tiempo cuando se trataba de ganarse un lector.

La Librería Nacional había sido fundada a comienzos de los años 40 en Barranquilla, por don Jesús Ordóñez, que había aprendido el oficio de librero en la Cuba de Batista, pero en los años 60 trasladó el negocio a Cali, donde echó raíces. Tuvo la suerte de toparse con Felipe Ossa, un muchacho que vivía en Buga, hijo de un bibliófilo, que con 18 años no disimuló su pasión por los libros que lo llevó a poder decir que había logrado vivir de leer.

A sus 80 años seguía al día y confesó leer entre 50 y 60 libros al año. Lecturas que comentaba en programas de radio, logrando cabalgar sobre la modernidad para ampliar la clientela.

No hizo carrera universitaria y ni siquiera terminó el bachillerato. Ser lector era su profesión, según sus propias palabras y hasta el último día defendió el oficio de libreto sin rendirse en la pelea por no dejar que los libros pasen a ser una especie en extinción. Gracias Felipe.