Acaba de consolidarse el francés Bernault Arnault, de 73 años, como uno de los tres hombres más ricos del planeta, compitiendo con Elon Musk y Jeff Bezos, según la revista Forbes. En ocasiones, ha ocupado el primer lugar entre los codiciosos billonarios superando a los magnates de la tecnología que obligaron al mundo a reinventarse. Una fortuna que supera los 200.000 millones de dólares, hecha con el negocio del lujo: la alta costura y marroquinería, la joyería, la perfumería y las bebidas exquisitas, convertidas en marcas de gran prestigio. Arnault conformado el imperio de lujo alrededor de LVMH, que engloba unas 70 marcas como Louis Vuitton, Christian Dior, Loewe, Sephora, Bulgari, Moët & Chandon, Henesy y Tiffany. Y para qué decir más.
Hace casi veinte años el también francés Gilles Lipovetsky publicó tres libros inspiradores: El lujo eterno: de la era de lo sagrado al tiempo de las marcas; La era del vacío; y, El imperio de lo efímero, en los que anticipaba precisamente la dinámica arrolladora a la que nos enfrentamos en la postmodernidad marcada por la inmediatez, la banalidad, la rapidez, sí lo efímero y sí, aquella insoportable levedad del ser de la que habla Kundera. Todo esto suele traducirse en un padecimiento solitario y silencios que se llaman ansiedad.
Lipovetsky no se equivocó en sus premoniciones y eso que no alcanzó a introducirle entonces la variable tecnología, arrasadora y amenazante para la humanidad con una máxima expresión en la inteligencia artificial, que de no controlarse y regularse puede convertirse en una fuerza destructora como lo alertaron en su carta los gurús del tema, empezando por el inglés Geoffrey Hinton que se retiró de Google para intentar atajar con sensatez el monstruo desbocado que había ayudado a crear desde un pequeño laboratorio tecnológico en Canadá, aterrado de que, a decir suyo, “una persona común ya no podrá identificar lo verdadero de lo falso”.
Pero volviendo al tema del lujo como gran negocio, la fascinación por el consumo, por las marcas y por el “cada vez más”, se ha liberado de las barreras de clase, donde los tabúes de la supuesta elegancia han caído para ser reemplazados por el poder adquisitivo. Se trataría de una pulsión de gasto individual, pero marcado por una corriente colectiva –la moda- que presiona y empuja. Su publicidad glamorosa se basa en las aspiraciones de los compradores, ofreciendo artículos de menor costo, como cinturones, sombreros, y otros, todos con un logo que hace que los clientes, y muy especialmente los jóvenes se enganchen a la marca sin importar su valor.
Estamos frente a la erosión de las inhibiciones relativas a los consumos costosos, a veces hasta extravagantes, imponiéndose a su vez el espíritu aspiracional, ese que la mayoría de seres humanos mantienen dormido, pero que al despertarse con voracidad contribuyen a multiplicar la riqueza de Arnault, quien ha sabido navegar sobre este comportamiento cosmopolita capaz de homogenizar el uso de sus diseños en cualquier lugar echado incluso al traste las profundas diferencias culturales entre los países.
Este fenómeno que tiene al billonario francés volando por las nubes es resultado de haber sabido interpretar con racionalidad o intuición el comportamiento social imperante y generalizado en esta era de la posmodernidad en la que el individuo es el rey. Y darse gusto es la principal obsesión.