Estela va a cumplir 50 años. Lleva muchos años viviendo una relación de pareja que ella misma define “entre disfuncional y humillante” pues está casada con un hombre insensible y desleal que no se la merece, pero de quien no se ha podido separar. Con los hijos fuera de la casa ha decidido buscar ayuda porque quiere un cambio real en su vida. Pero hasta ahora, cuando piensa en separarse, siempre la asaltan las dudas, infladas por las presiones que siente de su propia familia de origen para que lo “piense muy bien”.
La situación de Estela no es muy diferente a la de muchos hombres y mujeres que se aguantan circunstancias muy insatisfactorias por razones que ni siquiera entienden. Después de analizar sus circunstancias, y para su sorpresa, el factor que más peso tenía en sus dudas era el temor a la soledad. El desasosiego que produce la falta de una pareja puede generar un temor que tiene grandes repercusiones en la estabilidad de las personas.
Lo deseable entre adultos normales es compartir la vida con una pareja estable, pero cuando no se da, es necesario coexistir inteligentemente con la soledad, sin tratar de llenar ese espacio con lo primero que se atraviese en el camino.
La convivencia sosegada con la soledad, cuando no hay otra alternativa, es una fortuna para los seres privilegiados que se sienten bien en compañía de sí mismos y disfrutan del silencio y la lectura.
Muchísimas personas comprometen su dignidad personal y se conforman con relaciones mediocres, “ilusoriamente convenientes”, autodestructivas o incluso abusivas. Insistir en mantener relaciones insatisfactorias disminuye la posibilidad de encontrar la plenitud en algo que los gratifique y los llene. En resumen, eliminan las opciones de una vida mejor. La supuesta paciencia o entrega que tiene mucha gente para convivir por largos años con alguien que les hace más daño que bien, determina que la vida se convierta en una prisión voluntaria de la cual es cada vez más difícil escapar.
El paso del tiempo y la fuerza de la costumbre minan la voluntad y debilitan el amor propio. El yo enfermo de cada cual hace alianza con la comodidad, con el miedo a reaccionar y con el supuesto salto al vacío, y se encarga de racionalizarlo todo. En otras palabras, creerse sus propias mentiras disminuye la posibilidad de reaccionar: “Mi vida es un poco monótona, pero no me falta nada”. “No hay mucho amor, pero ella/él es mi seguridad. ¿Qué más puedo pedir”? “¿Con qué fuerza voy a separarme ahora, si no lo hice cuando estaba joven? ¿Ya para qué”? Como consecuencia de este raciocinio, muchas personas terminan renunciando a una mejor posibilidad en la vida al concluir que es mejor estar mal acompañado que solo.
Que “la vida merece vivirse plenamente sin concesiones humillantes” es el mensaje que trata de trasmitir el yo sano a la persona en conflicto, pero que no siempre es escuchado.
Frente al temor de un cambio, y tal como lo hizo Estela, se requiere hacer un examen objetivo de lo que ofrece la situación actual y entender que el miedo a la soledad suele negarle a la persona una vida mejor.