Por estos tiempos muchos colombianos sentimos una falta de atención inusitada a la lucha contra el crimen organizado responsable por las drogas ilegales. Gravísimo sería adoptar un espíritu conformista o tolerante frente al problema de la coca, una adversidad que por más de cuatro décadas ha causado en nuestro país violencia, corrupción, criminalidad, deterioro social, desafíos en salud pública y destrucción de flora y fauna en zonas arrasadas por la deforestación previa a la siembra de cultivos ilícitos.
No podemos resignarnos y menos caer en la ilusión de que ante la demanda creciente de otras sustancias en el mercado internacional de las drogas, la economía ilícita de la coca va a extinguirse automáticamente en nuestro país. No nos llamemos a engaño, pues el consumo de cocaína crece en varios continentes y la historia nos ha enseñado que las mafias y grupos delictivos mutan y siguen descifrando cómo perpetuarse en sus negocios fraudulentos.
Durante la implementación del Plan Colombia financiado con recursos nacionales y apoyado por los Estados Unidos, hubo una reducción de área sembrada de coca que pasó de 163 mil a 48 mil hectáreas entre 2000 y 2012. Esto contribuyó al debilitamiento de grupos criminales, la reducción de la violencia y otros avances del país en inversión, crecimiento y bienestar social. La siembra volvió a crecer desde 2014, y en 2015 el Consejo Nacional de Estupefacientes decidió que se suprimiera el uso de glifosato para destruir plantaciones de coca.
Aunque en 2017, la Corte Constitucional dejó la puerta abierta para la fumigación con el herbicida exigiendo unos protocolos para prevenir afectaciones a la salud, esos requisitos no se cumplieron a tiempo. Como resultado, y a pesar de reducciones observadas entre 2018-2020, se ha producido un aumento en la siembra de coca. Según los datos del Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos (SIMCI) de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, Colombia tuvo en 2021 un incremento del 43% en el área sembrada de coca que pasó de 143 mil a 204 mil hectáreas, y la producción de clorhidrato de cocaína alcanzó su máximo histórico con 1.400 toneladas. De los 1.122 municipios del país, 181 están afectados por coca. Todavía no se conocen los datos de 2022, pero algunos estiman que la siembra podría acercarse a las 300 mil hectáreas. Esto sería probable, pues la erradicación forzada no ha sido prelación bajo el actual Gobierno y la sustitución de cultivos no ha tenido los resultados esperados.
El panorama que vivimos no es alentador. La paz total no se vislumbra, y mientras se aplican ceses al fuego con grupos alzados en armas, no se evidencian resultados fuertes contra el narcotráfico, lucha que es fundamental no solo para cumplir con los compromisos internacionales sino también para salvaguardar objetivos de salud pública, ambientales, de seguridad y de derechos humanos. El Gobierno de Petro debe avanzar en las negociaciones con los grupos de carácter político que quieran abandonar las armas, sin abandonar la lucha estatal contra el crimen organizado y los cultivos ilícitos.
La ONU ha enfatizado la importancia de una visión holística para enfrentar el problema mundial de las drogas. Esto incluye el desarrollo alternativo en actividades lícitas para las comunidades rurales y la prevención en el consumo de drogas. Pero ese enfoque también implica fortalecer la aplicación de la legislación existente contra el crimen organizado, y robustecer la presencia y la capacidad de las instituciones en esa tarea, tanto de la Fuerza Pública como de los jueces en la administración de justicia.
Reforzar la cooperación internacional también es esencial, por tratarse de un delito transnacional. El Estado y la sociedad en general no pueden cruzarse de brazos mientras crece un negocio promovido por grupos transnacionales y locales de narcotráfico. La historia no debe repetirse y la Nación no puede renunciar a construir un futuro libre de las economías ilícitas del narcotráfico, que han sido un grave obstáculo para el desarrollo y la paz.