Anhelo los tiempos en los que podía ir al estadio Pascual Guerrero sin la sospecha de que a alguien lo pudieran agredir por tener acento del departamento del equipo visitante, o cédula de otras ciudades, o la camiseta del rival. Eso fue hace mucho tiempo ya, a principios de los años 90.
Como vivía en el barrio San Fernando, yo, aunque era un niño de 12, 13 años, me iba para el Pascual, o bien para ver jugar al América, el equipo que amo desde siempre, o bien para hacerle fuerza a cualquiera que jugara contra el Deportivo Cali que, si perdía, era como ganarse el derecho de molestar a los amigos del colegio hinchas del rival de patio.
En ese entonces entraba a Norte, una tribuna familiar donde la boleta costaba apenas 700 pesos, y en la que fui testigo de goles inolvidables en el arco de aquel lado, como la chilena de Jersson González a Miguel Calero en un clásico.
Celebré a rabiar aquel gol de antología pese a que en la tribuna estábamos, juntos, rojos y verdes. Los americanos cantaban, los caleños respondían, las ‘batallas’ eran las canciones. La más ‘extrema’ era un coro que se entonaba cuando el rival estaba doblegado en el marcador: “Se murió, el Cali se murió”.
Iba tan desprevenido al estadio, tan tranquilo, que, en una ocasión, para un partido entre América y Cali, no me fijé en cómo estaba vestido: camisa roja y pantaloneta verde. Hasta que escuché las risas de los aficionados mientras ingresaba a la tribuna.
Hoy, a mis 42, en cambio, yo, que puedo asegurar que soy más americano que cualquiera de los integrantes del Barón Rojo, me he visto en ocasiones rodeado por ellos, insultándome, por no llevar puesta la camiseta del equipo, como si ahora el código de vestuario para entrar al estadio lo determinaran los barra brava.
En la entrada de Occidental acostumbran exigirle la cédula a quien les parece que no es de estas tierras, para “verificar” que ningún “infiltrado” del equipo visitante ingrese al Pascual. Han llegado al punto de pedirle a la gente que cante las canciones del Barón Rojo para certificar “que sí son americanos” o de lo contrario agreden. Lo absurdo es que lo hacen impunes frente a los Policías que cuidan los alrededores del estadio, como su fuera de lo más normal.
Dentro de las tribunas ocurre la misma escena. En el pasado partido entre América y Junior, dos integrantes del Barón Rojo recorrían el tercer piso de occidental “verificando” que no hubiera personas de Barranquilla. Ambos tenían radio teléfonos y, al que les parecía ‘sospechoso’, con acento costeño, lo sacaban de la tribuna, con apoyo de la logística. Como si ‘trabajaran’ juntos.
La directiva de América se queja de los pocos abonos que se venden, pero parte de la respuesta es ese ambiente tan hostil que se vive en el estadio. Quienes llevamos décadas yendo ya hemos desarrollado una especie de manual de supervivencia, pero quienes van por primera vez deciden no volver. Además, no hay año en el que no sancionen el estadio por la violencia de Barón Rojo, por lo que comprar un abono termina siendo una inversión de alto riesgo.
Lo sucedido en la final de la Copa frente a Nacional rebosó la paciencia de una ciudad que ya no tolera más estos actos de violencia en un espectáculo deportivo. Dice Jorge Valdano que el fútbol es una escuela de vida, y lo que pasó en ese partido dice mucho de lo que somos como sociedad. No permitir que el rival celebrara el título que ganó con justicia, saquear negocios, agredir a los policías, a otros hinchas, hace que ir a ver un partido de fútbol pierda todo sentido y que el amor a un equipo se convierta en indiferencia.
Ya es hora de que al Pascual Guerrero no ingresen más barras bravas, y en cambio, quizá pueda ser la salida, destinar sus tribunas para que asistan los niños de las escuelas deportivas de la ciudad y formar un público que le devuelva la alegría y la tranquilidad al fútbol, no que cause tragedias como la del pasado domingo. No más Barón Rojo en el Pascual Guerrero.