“No hay en el mundo puente colgante más elegante que el de Bilbao riau riau”. Este estribillo se me ha quedado pegado desde que leí el titular sobre el Puente de Juanchito. Se acaba de dar ‘al servicio’. Después de casi diez años de construcción.

A mí no me cabe en la cabeza que un puente, o mejor dicho una ‘calzada’, se demore tanto tiempo, cuando leemos en las noticias que en otros países, los normales, un puente se construye en cuestión de meses.

Pero bueno a dejar el retrovisor atrás y a abrirle paso a los recuerdos. Infancia y adolescencia. Cada ocho días religiosamente nos trepábamos en el Jeep de mi papá con amigas, como sardinas en lata. Un Land Rover verde aceituna, con carpa de lona.

Unas en los asientos de lata de la parte de atrás y las más avispadas adelante. Claro que tocaba turnarnos, pero la pelea por la ventanilla era a muerte.

Bajábamos por el hundido de la octava, que a veces se inundaba. Y lo máximo era atravesar ese puente, mirar ese río enorme color chocolate, enterarse de que tenía remolinos mortales que succionaban al que se metía y se los tragaba hasta el fondo para siempre. Y que, además, a veces arrastraba muertos.

No entendíamos muy bien lo de los muertos. Atravesar el puente era lo máximo, estábamos al otro lado, la sensación de libertad, absoluta. Juanchito con sus kioscos redondos, siempre con música y el Valle, ese Valle de verdes infinitos, las ceibas, guayabos, samanes, palmas.

Parar en el Club de la Ribera a tomar Delaware Punch, mirar las lanchas y a veces pescadores con su caña, asomarnos a la orilla y ver cómo la corriente arrastraba palos y hacía olas.

Mi papá siempre llevaba una bolsa repleta de bombones y al pasar por El Cabuyal nos deteníamos en las casas, de las que salían niños sonrientes para recibirlos, en algunas ocasiones nos bajamos y compartíamos un rato el jolgorio. Los ‘papáes’ y ‘mamáes’ nos regalaban alguna fruta.

Momentos felices, de total integración. Ya adentrándonos por los callejones de tierra cada vez más estrechos, hileras de más niños salían a recibir los bombones que les tirábamos por las ventanillas.

Hasta llegar al trapiche de caña, arrimarnos a esas pailas ardientes donde con cucharones gigantes se revolvía la melaza. Ese olor único. Treparnos a las bodegas llenas de bagazo a saltar y saltar, sin temor a los enjambres de avispas que a lo mejor nos miraban asombradas, nunca nos picaron, luego subirnos a unos caballos flacos que nos parecían corceles pura sangre y a galopar, galopar…

Esos sábados, muchos años seguidos de pasar el puente de la felicidad. El puente mágico. Color chocolate.

Con el paso del tiempo todo se fue volviendo confuso y despelotado. Violencia, desplazados, familias arrumadas, desempleo. Y el puente resistiendo cada vez más carga, más trágico, trancones, motos asesinas.

Ojalá esta ‘apertura’ sea el símbolo de otra apertura más importante, la de la socialización, el orden, la convivencia pacifica, y el respeto. Un puente de unión, no un puente cualquiera.