El título de esta columna describe bien lo que aconteció el pasado domingo en Turquía donde en cumplimiento de sus elecciones presidenciales se enfrentaron Recep Tayyip Erdogan, el actual presidente turco de 69 años, que detiene en sus manos todos los poderes desde hace 20 anos; y su contendor por el cargo, Kemal Kilicdaroglu de 74 anos, total negativo (contrario) en representación de seis partidos de oposición unidos y determinados a aportar a su país un cambio democrático que consideran vital.

Los votantes (64 millones) turcos acudieron a las urnas en masa para expresar sus ideas y sus anhelos, en un proceso que, si bien fue violento, no fue tildado de fraude ninguno. El resultado final de 49,4 % a favor de Erdogan y 44,9 % a favor de Kilicdaroglu no fue suficiente para terminar la contienda (se necesita la mitad más uno) y obligó ir a una segunda vuelta fijada para el próximo 28 de mayo. También reveló una división casi pareja de los votantes, por la continuidad de una parte y una ruptura con el pasado y un cambio radical de la otra.

En otras palabras, la mitad del país optó por seguir apoyando a un Erdogan convertido en dictador todopoderoso -un Sultán despiadado- porque lo encuentran garante de una estabilidad necesaria y la otra parte, casi igual de la población, que aspira a un sistema menos autoritario, “prospero, pacífico y alegre” y cuyo líder (el verdadero Ghandi moderno) predica en forma bonachona, sin pompa y... desde su cocina.

Recordemos: Recep Erdogan está en el poder en Turquía desde hace 20 años como primer ministro y rápidamente como presidente. Vive arropado del manto de una austeridad religiosa (su esposa usa el velo) mezclada de una ambición conquistadora (dentro y fuera del país) considerable. Y fue logrando sus contradictorios propósitos por medio de un gobierno dictatorial, concentrando todos los poderes del Estado a su favor y a favor de su partido el AKP. Sus detractores lo acusan de autoritarismo, de someter las instituciones a su voluntad y de valerse del pretexto religioso en exceso.

El “Reis” (líder) Erdogan manejó un régimen altamente nacionalista, introduciendo la religión en los espacios públicos como los medios, los tribunales, el ejército, las universidades, las empresas, etc.

También lo acusan de nepotismo, de clientelismo, de portador de un discurso agresivo y lleno de odios que polariza a la opinión e incluso de hipocresía (cuando por ejemplo posa de modesto y piadoso, pero se construye un palacio de 400 millones de dólares) y de descuidos notorios (cuando un reciente temblor de tierra reveló que su gobierno alcahueteó fallas graves en el sistema de construcción de edificios que causó la muerte de miles de turcos). Además de llevar a cabo una política económica desastrosa que castiga al país con una inflación del 80 %, una de las más altas del mundo. En política exterior es señalado belicoso y antioccidentales sobre todo en Otan. Su amistad con China y Rusia inquietan. Y el chantaje migratorio que ejerce sobre los europeos le da muy mala fama

Sin embargo, quienes votaron por Erdogan en las elecciones presidenciales aprecian su retorno a la religiosidad musulmana que en épocas pasadas Kemal Ataturk había eliminado a favor de un laicismo emancipador. Lo consideran un ‘orgullo identitario’ recuperado. También, valoran su experiencia en el liderazgo nacional e internacional que les aporta estabilidad.

Kemal Kilicdaroglu desafía a Erdogan y se proyecta como el hombre tolerante y sencillo capaz de restablecer el Estado de Derecho y, el régimen parlamentario perdidos y salvar la democracia, sin recurrir a la violencia. Y sin sucumbir a la perniciosa tentación totalitaria. El próximo 28 de mayo Turquía escogerá entre dos grandes opciones. Y estaremos atentos.