Estados Unidos de América fue surgiendo como un resultado histórico, cuando 13 colonias iniciales, con sentido de autonomía, entendieron que su destino no era el de ser un pueblo sometido a la rigidez del Imperio Británico, que gobernaba el mundo. Los ingleses eran rígidos, indolentes y utilitaristas, como lo llegaron a demostrar en China cuando fueron los promotores de la explotación del opio y auspiciadores de ese comercio maldito. Son cosas del pasado que siempre tuvieron presencia.
En aquellas 13 colonias se fueron abriendo espacio el pensamiento y los conceptos que emanaron de la Ilustración -al fondo estaba la Masonería- que dio vida a la Revolucion Francesa. Estados Unidos dio el primer paso con la Constitución de Filadelfia -inició el 14 de mayo y terminó el 17 de septiembre de 1776-, antes de que Francia estallara su grito en 1789.
Esas mismas 13 colonias británicas iniciales habían hecho la proclamación de Independencia el 4 de julio de 1776. Y luego se expidió la Constitución que hizo la proclamación en pro de la democracia y el respeto al ciudadano. El preámbulo expresa: “Nosotros, el pueblo de Estados Unidos de América, con el fin de formar una Unión más perfecta, establecer la justicia, garantizar la tranquilidad nacional, atender a la defensa común, fomentar el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad para nosotros mismos y para nuestra posteridad, por la presente promulgamos y establecemos esta Constitución”. Hasta hoy no ha habido nada más perfecto que esta redacción.
El asunto es que, como cada Estado tenía su propia autonomía, hubo necesidad de establecer cuidadosamente un sistema electoral -fundamental en una democracia- amplio y diverso, muy estudiado por todos los delegados, y se llegó al sistema de elección presidencial por elección indirecta. Vino el sistema de delegados que fuese un reflejo de las elecciones directas y de las circunstancias reinantes. Troya para los demás, pero no para ellos. Era la sabiduría democrática cuidada aún en las más altas esferas. Acaba de volver a imponerse sin discusión alguna. Donald Trump ganó límpiamente a pesar de que muchos lo odian.
En esta columna comentamos cuando sucedieron unos hechos vitales. Hubo una confrontación implacable y sin piedad: Trump indolente y cruel, humilló al presidente Joe Biden, candidato a reelección. No tuvo más que retirarse, rendido por los aciagos alcances de la vejez. Aunque en verdad ese debate le salvó la vida; y con elegancia declinó en favor de su Vice, Kamala, desaparecida de la escena por la omnipresencia de Biden. Nadie supo nunca que la elegante y ruisueña vicepresidente hubiera hecho otra cosa que mostrara sabiduría y competencia, sino en el tema del aborto, no propiamente muy atractivo. Carecía fuera de su risa, de ideas sobre las encrucijadas actuales que han hecho estremecer la paz mundial y la supervivencia humana, ya amenazada por otros elementos físicos y telúricos.
La pelea de Trump con la señora de la risa, era una pelea vacía. Él bailaba y hacía muecas y piruetas, mientras las mujeres y los latinos le adherían. Y ella nunca tuvo oportunidad de ser ella misma. Si decía algo, Biden le caía encima. Su mujer -de Biden- votó por Trump y eso lo dice todo. Fue el desastre como el de aquel aprendiz de brujo de la película Fantasía de Disney.
Bueno, esos son los hechos previstos y requetevistos. La dama de la risa atraía, pero no a los votantes. Sin embargo, muchos la queremos y amamos su risa.