En alguna reunión de esas que hace la ONU para la lagartería internacional, el gobierno anterior anunció que Colombia se comprometía a reducir en 51% para 2030 sus emisiones de CO2, el gas esencial para la vida de la vegetación. Esa promesa era inane, pues Colombia aporta apenas el 0,22% del CO2 producido por los humanos, pero esto no es grave, ya que ningún país cumple ni toma en serio ese tipo de compromisos. Y al menos, ayudó a colocar a algún personaje en el mundo de las multibillonarias ONG que se alimentan del negocio del terrorismo climático.
Lo malo de esta ridícula promesa es su uso para justificar la introducción de normas destinadas a subsidiar la instalación de plantas de generación eléctrica partiendo de energía solar o eólica. Después de décadas en el mercado, estás dos fuentes de energía han logrado apenas un 7% de participación en la generación total mundial porque tienen tres pequeños inconvenientes: no son confiables, dañan el medio ambiente y son muy costosas.
Aparentemente, se presume que su falta de confiabilidad no es grave porque nuestro sistema de generación eléctrica es muy robusto; que sus efectos sobre el medio ambiente no son motivo de preocupación en un país en donde los ciudadanos, y particularmente los grupos ambientalistas, conviven felizmente con devastaciones como la ocasionada por la minería ilegal; y que los sobrecostos no importan porque los usuarios colombianos aguantan todo.
Y así, alegremente, junto con la promesa vinieron las normas. Entre ellas se destacan las Resoluciones 40715 de septiembre de 2019 y 40060 de marzo de 2021, que disponen que, a partir de 2023, los agentes comercializadores de Mercado de Energía Mayorista tienen la obligación de comprar de fuentes no convencionales (es decir, solares y eólicas) el 10% de la energía que destinen a atender usuarios finales del mercado regulado. Estas joyas elevaron la ridiculez ya a la altura de lo sublime, pues era absolutamente previsible que en un par de años Colombia no iba o no podía llevar la participación en el mercado colombiano de estas ineficientes formas de generación a un nivel tanto superior al que, tras décadas, habían logrado a nivel mundial.
Lo cierto es que, de acuerdo con los datos de capacidad de generación que publica la Unidad de Planeación Minero-Energética (Upme), el aporte de las generadoras no convencionales a la capacidad del sistema ascendía apenas al 0,9% en agosto de 2022. Es absolutamente imposible que los locos requerimientos impuestos por estas resoluciones se cumplan en 2023, como es muy probable que, afortunadamente, tampoco sean cumplidos en varios años. Alguien con alguna sensatez debe revisar estas normas. Y ojalá tenga piedad con los pobres usuarios, que son quienes finalmente pagarán estos caprichos.
Además de la inexorabilidad de la Ley de Murphy (“Si algo puede salir mal, saldrá mal”), este episodio deja clara la validez de la Ley de Weiler (“Nada es imposible para el que no tiene que hacerlo”) y la de la Ley de Green (“Todo es posible si usted no sabe de qué está hablando”). Con respecto a esta última, el obvio consejo para que los técnicos no vuelvan a embarrarla tan seriamente es que, en la revisión de los plazos que ineludiblemente deberán hacer, se apoyen en alguien que sea más competente en el tema que ellos, como la señora ministra de Minas y Energía.