Un texto literario tiene diversas dimensiones y no todos los autores se destacan al mismo tiempo en todas ellas. Nuestro Premio Nobel, por ejemplo, no es hábil en la construcción de diálogos pero, en contrapartida, sobresale por la imaginación, la poesía, el uso de lo visual a la manera del cine y, sobre todo, por su capacidad narrativa, por ‘saber contar un cuento’. Su última novela, ‘En agosto nos vemos’, es un documento inacabado, pero con un excelente diseño narrativo, como veremos enseguida.
Ana Magdalena Bach visita cada año la tumba de su madre, cuya última voluntad había sido ser enterrada en un “cementerio de pobres” en una isla lejos de su hogar. La hija había aceptado su deseo sin exigir explicaciones y se había impuesto, ‘como penitencia’, la rutina de llevarle cada 16 de agosto un ramo de gladiolos. Sin embargo, todo delata que el enigma sobre el significado de la extraña decisión de su madre seguía vivo en ella. La narración nos muestra cómo pretende descifrarlo, pero no con palabras, sino por una vía más tortuosa: el “paso al acto”.
En el comedor del hotel se encuentra con un huésped, cuyo nombre nunca conoce y, por propia iniciativa, lo invita a pasar la noche con ella, con el resultado de que “a la mañana siguiente” se da cuenta, con angustia, de que “había fornicado por primera vez en su vida con un hombre que no era el suyo”, el cual, además, para su indignación, le había dejado entre las páginas de un libro un billete de veinte dólares. La “búsqueda” se repite de año en año con un éxito precario, en “noches sin porvenir”, con “amantes furtivos”, a los que formula una demanda contradictoria: que sean anónimos y desconocidos pero que, al mismo tiempo, alimenten la ilusión de haber hallado “al hombre de su vida”, una empresa fracasada desde antes de emprenderla.
El desenlace de la narración es el descubrimiento, gracias a unas “flores espléndidas” encontradas sobre la tumba, de que su madre había tenido un amante, probablemente el “bigotudo senador grandilocuente” que dominaba la isla. En ese momento descubre con claridad, y lo puede expresar con palabras, el sentido de su empresa amorosa. Para cortar por lo sano, rompe el pacto con la madre y se lleva los huesos para la casa, para no tener razones de regresar a la isla a repetir la historia de sus amoríos.
La narración de GGM parece un eco del cuento Emma Zunz de J.L. Borges, cuya lectura nos ayuda a la comprensión de su trama. El padre de Emma se suicida como consecuencia de un desfalco y la hija decide vengarlo en la persona de Loewenthal, presunto responsable. Pero para hacerlo debe construir primero una “minuciosa deshonra” que justifique y haga posible el acto: va al puerto y ofrece su cuerpo sin dignidad a un marinero que “no le inspira ninguna ternura”, para que “la pureza del horror no sea mitigada”. Cuando se queda sola descubre en la mesa de noche “el dinero que le había dejado el hombre”. Ultrajada se presenta ante Loewenthal, lo mata, y se defiende con el argumento creíble de que este había intentado violarla. El marinero fue para Emma “una herramienta”, nos dice Borges: “ella sirvió para el goce y él para la justicia”.
De manera similar, la “pasión del cuerpo” no era lo que impulsaba a Ana Magdalena a comprometerse en aventuras inauditas con amantes casuales. El autor pone énfasis en mostrarnos que era una mujer debidamente casada, sexualmente feliz, a la que “no se le había ocurrido ni en sueños” la idea de retozar con un desconocido. Pero la decisión de su progenitora de ser enterrada lejos de su familia, sin razón aparente, había actualizado en su hija un vínculo arcaico de complicidad, más fuerte que todos sus vínculos posteriores, y le había planteado interrogantes que, sin saberlo, intentaba “resolver” por medio de relaciones con hombres que, como en el caso de Emma, eran más que todo “herramientas” para su “propósito” de descifrar el “enigma de su madre”.
¡Arcanos de la feminidad! La literatura no argumenta ni concluye; simplemente entretiene y deja preguntas abiertas, con toda su ambigüedad y ambivalencia.