Está claro, para todos los sectores políticos y económicos, que el Gobierno se encuentra en campaña para el 2026. Lo han dicho altos funcionarios del Estado, al sostener que cuatro años es poco para hacer las ‘grandes’ transformaciones. Lo cierto es que es suficiente tiempo cuando se trata de mejorar y construir sobre lo construido, y poco tiempo para cambiar totalmente el modelo político, económico y social del Estado colombiano.
Cambiarlo todo, es lo que quiere el progresismo. No importa si el cambio es para mal, lo importante es que el cambio facilite la conservación del poder. Así, cualquier anuncio, proyecto de ley, decreto y actuación administrativa de un funcionario público, de libre nombramiento o remoción, o aquellos de carrera que se pliegan a los caprichos del ‘jefe de turno’, debemos analizarlo en el contexto de la conservación del poder. No se trata de cumplir las funciones de los cargos, conforme lo señalan la Constitución y la ley, en beneficio de todos los colombianos, sino cumplir el propósito de la reelección de las ideas del ‘cambio’.
De especial relevancia son las actuaciones que generan ‘caja’ o recursos disponibles y cualquiera que implique cierta libertad o flexibilidad para disponer de los mismos. El Gobierno quiere recursos para ‘invertirlos’ en comprar popularidad con subsidios y mercadear o hacer propaganda de gestión en canales públicos y privados y con activistas.
También se podría presentar el tentador deseo de ‘voltear’ voluntades de congresistas en el trámite de los proyectos de ley, con puestos y mermelada. Con este panorama, no hay más remedio que tener una veeduría ciudadana en todos los actos del Gobierno y sobre el uso de los recursos públicos. Esto es especialmente sensible por cuanto la maquinaria estatal, aceitada con recursos, puede voltear el resultado de las elecciones, lo cual perjudicaría nuestro futuro como democracia.
Por otro lado, el Gobierno es cada vez más radical, menos conciliador y más temerario en imponer su agenda. Hasta ahora, los jueces han cumplido de forma estricta su deber constitucional y legal con independencia, a pesar de los intentos de interferencia, como sucedió en la elección del fiscal. También el Congreso, hasta ahora, se ha parado en la raya para no aprobar reformas inconvenientes. No obstante, la prueba de fuego para determinar su independencia será el hundimiento definitivo de la reforma a la salud.
El Gobierno medirá las fuerzas con los partidos, y al menudeo con cada Senador, para imponer una ponencia alternativa retocada en el Senado. Pero, como dicen en estos tiempos de inestabilidad e incertidumbre política, las instituciones pueden aguantar cuatro años de un Gobierno malo, pero ocho años ya son muchos. Lo cierto es que un segundo mandato del presidente en 2026, en cuerpo ajeno, sería muy dañino para el país. En ese segundo mandato, se profundizaría la compra de voluntades y las fantasías constitucionales de reelección presidencial brotarían descontroladas.
Se pensará en una reelección no consecutiva, cambiando la Constitución, lo que sería visto de forma menos burda y más elegante para mantenerse en el poder. Así, se condenaría a Colombia a la misma suerte de Venezuela, ahora con un socialismo Castro- Petrista del Siglo XXI.